sábado, 5 de diciembre de 2015

SAN CARLINO REVISITADO


Despertó mi curiosidad el titular “Diez momentos para enamorarse de Italia”, que firma Pedro Jesús Fernández en el suplemento El Viajero de El País. Yo estoy enamorado de Italia, y guardo por mi parte el recuerdo de unos cuantos momentos inolvidables.
Debo decir que la selección que ofrece El País me parece muy acertada, por más que no coincida del todo con la mía. Hay lugares que desconozco en absoluto, otros de los que he oído hablar pero no he visto. Sin embargo, están ahí la Camera degli Sposi del palacio de Mantua, el corso Ercole I d’Este de Ferrara en el que Carmen y yo buscamos – ay, en vano – signos de la existencia de Micol y Alberto Finzi-Contini, la Villa San Michele en Anacapri, y el lungomare de la Corricella en la isla de Prócida, en el que reteníamos el aliento a la espera de ver aparecer en cualquier momento el esplendor físico apabullante de Maria Grazia Cucinotta, la muchacha que amó las metáforas robadas a Pablo Neruda por su cartero.
Lo que me ha dejado knock-out ha sido la propuesta de reseguir en Roma las huellas de Francesco Borromini. A ver, no es un plan obvio, no entra en los packs de oferta turística de las agencias de viajes. Y Carmen y yo lo hemos hecho.
Lo cual merece una explicación. Para empezar, Roma nunca ha sido mi ciudad. Amo a Italia, sí, pero no en bloque, no de forma indiscriminada. La Ciudad Eterna siempre me ha parecido demasiado eterna y demasiado mayúscula. «Roma veduta, fede perduta», dicen, y yo perdí mi fe en Roma antes incluso de verla. Tampoco el Barroco es mi período predilecto en la historia del arte.
Fue mi hermano Juan, arquitecto, quien me empujó a la visita, de una forma indirecta. Cuando en 2004 se supo seriamente enfermo, y pendiente de una operación decisiva  (que fue un éxito, pero no evitó su muerte pocos meses más tarde), quiso despedirse de su amada Roma y revivir allí los días de su luna de miel, con su compañera y ahora también con sus dos hijos.
Hizo planes, consultó planos, midió (con su optimismo habitual) sus propias fuerzas y posibilidades, y elaboró listas de visitas imprescindibles. Entre ellas estaba San Carlino Quattro Fontane, y pedí aclaraciones: ¿qué es eso, una pizza? Juan me dio todas las explicaciones posibles, y yo las amplié documentándome por mi cuenta sobre Borromini.
Años después Carmen me llevó a Roma, y allí quise saber lo que me había perdido. No puedo decir que hubiese un flechazo, pero sí una convivencia amistosa entre la Sempiterna y el Refractario. Comprobé que en efecto existen varias Romas superpuestas, y uno puede ignorar sin tapujos las que no le gustan y relajarse y gozar con las otras.
Dice Pedro Jesús Fernández que con la visita a las dos iglesias vecinas de San Andrea, obra de Lorenzo Bernini, y San Carlino, de Borromini, entenderemos el barroco. Yo entendí otra cosa. San Andrea tiene planta ovalada, columnas exentas y oropeles que destellan en la semioscuridad. No me extasió. En San Carlino (lo llaman en diminutivo por sus dimensiones muy reducidas) reinaban un orden particular y una claridad distribuida con sabiduría sobre cada rincón del recinto, desde la linterna de lo alto. La disposición de los muros – divididos rítmicamente por ternas de pilares –, de los nichos y los altares, empuja de forma natural la mirada hacia arriba. La atención no se dispersa en volutas ni en retorcimientos teatrales de santas extáticas. Desde un costado del templo se accede a un mini-claustro que es todavía más blanco, despojado y luminoso. Más que la esencia del barroco, aquello me pareció la superación del estilo a través de un concepto refinado del espacio y del arte de su distribución y puesta en valor.
Ríanse ustedes de postureos tales como el Coliseo, el Panteón, el Ara Pacis, la basílica de San Pedro y la columnata de Bernini. La eternidad de Roma está mejor contenida en el espacio minúsculo de San Carlino.