Despertó mi
curiosidad el titular “Diez momentos para enamorarse de Italia”, que firma Pedro
Jesús Fernández en el suplemento El Viajero de El País. Yo estoy enamorado de
Italia, y guardo por mi parte el recuerdo de unos cuantos momentos
inolvidables.
Debo decir que la selección
que ofrece El País me parece muy acertada, por más que no coincida del todo con
la mía. Hay lugares que desconozco en absoluto, otros de los que he oído hablar
pero no he visto. Sin embargo, están ahí la Camera degli Sposi del palacio de
Mantua, el corso Ercole I d’Este de Ferrara en el que Carmen y yo buscamos –
ay, en vano – signos de la existencia de Micol y Alberto Finzi-Contini, la Villa
San Michele en Anacapri, y el lungomare de la Corricella en la isla de Prócida,
en el que reteníamos el aliento a la espera de ver aparecer en cualquier
momento el esplendor físico apabullante de Maria Grazia Cucinotta, la muchacha que
amó las metáforas robadas a Pablo Neruda por su cartero.
Lo que me ha dejado
knock-out ha sido la propuesta de
reseguir en Roma las huellas de Francesco Borromini. A ver, no es un plan
obvio, no entra en los packs de oferta turística de las agencias de viajes. Y Carmen
y yo lo hemos hecho.
Lo cual merece una
explicación. Para empezar, Roma nunca ha sido mi ciudad. Amo a Italia, sí, pero
no en bloque, no de forma indiscriminada. La Ciudad Eterna siempre me ha parecido
demasiado eterna y demasiado mayúscula. «Roma veduta, fede perduta», dicen, y
yo perdí mi fe en Roma antes incluso de verla. Tampoco el Barroco es mi período
predilecto en la historia del arte.
Fue mi hermano
Juan, arquitecto, quien me empujó a la visita, de una forma indirecta. Cuando
en 2004 se supo seriamente enfermo, y pendiente de una operación decisiva (que fue un éxito, pero no evitó su muerte
pocos meses más tarde), quiso despedirse de su amada Roma y revivir allí los
días de su luna de miel, con su compañera y ahora también con sus dos hijos.
Hizo planes,
consultó planos, midió (con su optimismo habitual) sus propias fuerzas y posibilidades,
y elaboró listas de visitas imprescindibles. Entre ellas estaba San Carlino
Quattro Fontane, y pedí aclaraciones: ¿qué es eso, una pizza? Juan me dio todas
las explicaciones posibles, y yo las amplié documentándome por mi cuenta sobre
Borromini.
Años después Carmen
me llevó a Roma, y allí quise saber lo que me había perdido. No puedo decir que
hubiese un flechazo, pero sí una convivencia amistosa entre la Sempiterna y el
Refractario. Comprobé que en efecto existen varias Romas superpuestas, y uno puede
ignorar sin tapujos las que no le gustan y relajarse y gozar con las otras.
Dice Pedro Jesús Fernández
que con la visita a las dos iglesias vecinas de San Andrea, obra de Lorenzo Bernini,
y San Carlino, de Borromini, entenderemos el barroco. Yo entendí otra cosa. San
Andrea tiene planta ovalada, columnas exentas y oropeles que destellan en la
semioscuridad. No me extasió. En San Carlino (lo llaman en diminutivo por sus dimensiones
muy reducidas) reinaban un orden particular y una claridad distribuida con
sabiduría sobre cada rincón del recinto, desde la linterna de lo alto. La
disposición de los muros – divididos rítmicamente por ternas de pilares –, de los
nichos y los altares, empuja de forma natural la mirada hacia arriba. La
atención no se dispersa en volutas ni en retorcimientos teatrales de santas
extáticas. Desde un costado del templo se accede a un mini-claustro que es todavía
más blanco, despojado y luminoso. Más que la esencia del barroco, aquello me pareció
la superación del estilo a través de un concepto refinado del espacio y del
arte de su distribución y puesta en valor.
Ríanse ustedes de postureos
tales como el Coliseo, el Panteón, el Ara Pacis, la basílica de San Pedro y la
columnata de Bernini. La eternidad de Roma está mejor contenida en el espacio
minúsculo de San Carlino.