Ha aparecido el
número 2 de la revista digital Pasos
a la izquierda. Lo pueden encontrar ustedes en el sitio http://pasosalaizquierda.com/
No solo les
recomiendo apasionadamente su lectura y
su difusión; tengo la intención de desgranar en los próximos días algunas
reflexiones personales en torno a cuestiones que ponen a debate público los
distintos autores del extraordinario ramillete de textos que componen el número
de la revista. Me centraré sobre todo en el ámbito que queda más próximo a mis
saberes, el del trabajo y la sociedad, o dicho de otro modo, el de la sociedad
del trabajo. Pero quiero empezar por lo más básico: antes aún que seres-en-sociedad
somos seres a secas, personas, y la discriminación multimodal que la sociedad
impone entre personas iguales en principio en rango, dignidad y libertad, por
diferentes circunstancias, arranca de la brecha abierta entre los sexos, de
modo que el uno ocupa una posición dominante, y el otro está sometido.
Luisa
Posada Kubissa explica cómo
el perfil del maltratador no se corresponde con una patología definida ni con
unas circunstancias específicas calificables de “riesgo”. Existen desde luego
violencias determinadas por el alcohol, por la frustración, por la obcecación
posesiva, por los celos patológicos, por el narcisismo del varón, por pulsiones
sadomasoquistas o por otras causas. Pero se trata de excesos puntuales que
vienen a romper con una virtus in medio en
la que se tiende a incluir como comportamiento normal un maltrato moderado, socialmente
aceptable en la medida en que queda contenido en los términos de la intimidad
de las parejas.
Esa sería la razón
última de que, como apunta con agudeza Olga Fuentes
Soriano, falte la «voluntad política» de erradicar la violencia
machista, o por lo menos de prevenirla en lo posible y castigarla con severidad
cuando sucede. Siempre se acaba por encontrar justificaciones, siempre se
piensa que mañana las cosas mejorarán. La espiral de muertes y de denuncias lo
desmiente. Mañana las cosas irán a peor, si hoy no nos preocupamos de poner
remedio. Si no situamos el tema de las violencias machistas como una cuestión
de Estado.
Llevamos a cuestas
una larga herencia de desigualdad en este sentido. La cosa arranca de un lado
del Antiguo Testamento; de otro, del derecho romano. No me entretengo en
ponerles ejemplos; lean ustedes mismos los libros del Antiguo Testamento,
detecten una por una las perlas que contienen en lo que se refiere al sexo
femenino, y consideren que todavía hoy millones de personas consideran
revelación divina tanto esos textos en sí mismos como el orden social que
imponen. Otro tanto cabe decir del derecho romano, que desde una matriz
cultural absolutamente distinta consagró el ius
maltractandi y dio al paterfamilias
poder de vida y muerte sobre sus esposas y sus concubinas. Las dos tradiciones
confluyeron en la consideración de la superioridad ontológica del varón y el
sometimiento de la mujer a su autoridad omnímoda, como un “orden natural”.
Hoy se ha paliado
en buena parte la clásica “invisibilidad” de las violencias que se ejercen
sobre las mujeres; en buena parte también, ellas ocupan un lugar más prominente
en una sociedad más igualitaria que les ofrece mejores oportunidades de
realización personal. Pero la “cabeza de la Gorgona” (para usar la expresión de
Kelsen) sigue aflorando aquí y allá, en mil lugares, reclamando sus viejos
privilegios: el maltrato a las mujeres es “normal”, se nos insinúa, una y otra vez, por
boca de legisladores y de jueces; lo reprobable es en todo caso el exceso en el
maltrato.
Mientras se siga
castigando solo el “exceso” y se respete la “norma” así concebida, no llegará
el necesario cambio de mentalidad. Cualquier propuesta política de izquierda
debe tomar nota de esta estructura social y de la urgencia de transformarla.