No vi el debate
televisado; no estoy en condiciones de dar mi opinión sobre quién lo “ganó”,
aunque leo en la prensa que la audiencia se inclina en general por considerar
que Pablo Iglesias lo hizo mejor que los demás. Me alegro, tanto por él mismo
como por el hecho de que la opción política que representa me parece la más
prometedora de las cuatro que se presentaron a debate.
Pablo es un
esgrimista formidable en estos encuentros a cara de perro. Es incisivo, guarda
la cabeza fría y tiene unos reflejos excelentes para la réplica. Al parecer se
equivocó anoche en un par de afirmaciones, pero ese hecho no le ha penalizado.
Otros/as se acogen como único recurso a un argumentario bien memorizado y
evitan, por consejo de sus coachs,
cualquier situación de riesgo. ¿Que se habla, por poner un ejemplo, del
yihadismo y la guerra en Siria? Dirán que España debe participar en una
coalición presidida por la ONU y en la forma en que se le pida y se determine.
De ninguna forma se referirán a los argumentos que ellos expondrían en la Asamblea
de la ONU sobre cómo hacer/no hacer la guerra, porque es bien sabido que en los
temas delicados el votante tiende a retraerse si advierte un peligro, por
mínimo que sea, para su bienestar emocional.
Un debate electoral
se parece, por una parte, a un concurso en el que la gracia está en ver qué
concursante acierta más respuestas; y por otra parte, a una de esas series de
éxito basadas en un guión férreo que consigue que cada nuevo capítulo se
parezca lo más posible al anterior, y concluya con un desenlace abierto a una
continuación de futuro igualmente previsible. Cabe preguntarse en serio por la
utilidad para nadie de ese tipo de formato. La nueva política, encorsetada de esa
forma, resulta demasiado parecida a la vieja. Las diferencias de
concepción, de proyecto, de valoración, entre las distintas opciones quedan desdibujadas
hasta resultar irreconocibles. Lo que destaca en el conjunto es el clásico
intercambio de acusaciones, los clásicos “y tú más” en los turnos de réplica, y
el clásico mercadeo del llamado “voto útil” a partir de la cotización en la
bolsa política de cada una de las opciones presentes. En un mundo global
mercantilizado, también el voto democrático al por mayor cotiza a precios de
mercado.
Mientras tanto,
Bruselas ha advertido de que, sea cual sea el color del próximo gobierno, este habrá
de cumplir las limitaciones taxativas del déficit presupuestario impuesto para
2015 y 2016; y la cosa va de momento francamente mal. También dicen las
autoridades europeas que la reforma laboral se ha quedado corta y habrá de acelerarse.
El ministro Guindos ha manifestado su convicción, no apoyada en ningún dato
preciso, de que la contención del déficit se conseguirá sin demora, y de que la
reforma laboral proseguirá su marcha triunfal, llegado el momento. Habría
tenido interés saber qué piensan los “nuevos” responder a Bruselas si ganan,
pero el asunto debió de pasar inadvertido en el programa, enzarzados como
estaban los participantes en diversas escaramuzas cuerpo a cuerpo.
Todos los
candidatos son conscientes de que el resultado de las urnas exigirá coaliciones
de gobierno, pero nadie quiere ser el primero en desenfundar el revólver.
Tenemos dos precedentes autonómicos de una situación parecida: Andalucía y
Cataluña. El primer caso se resolvió en la prórroga; en el segundo habrá que ir
a los penaltis. ¿Cuántos meses tardarán nuestros prohombres y nuestras
promujeres de la patria en llegar a acuerdos de gobierno, después del 20D?
¿Cuántas líneas rojas habrá que soslayar, cuántos vetos formales que superar?
El suspense no se desvela en los milimétricos programas de campaña. En el curso
mismo del debate, según las referencias que tengo por la prensa escrita, todos
imitaron a Pedro y negaron a Cristo por tres veces.
Pero a no mucho
tardar, llegará el momento fatal de que cante el gallo.