Ciento noventa y
cinco estados reunidos en París han alcanzado un acuerdo vinculante para
reducir las emisiones de gases a la atmósfera según un programa gradual, no
taxativo, desigual para los países de tecnologías avanzadas, que deben tomar
medidas inmediatas, y para los atrasados, a los que se concede un plazo más
amplio para que la reducción inmediata no perjudique en exceso sus expectativas
de desarrollo.
El acuerdo es sin
duda insuficiente. Es el primero, sin embargo, porque no se puede considerar un
precedente el fiasco de Kyoto, que concluyó en una declaración de intenciones que
dejaba todos los deberes concretos para más adelante. París supone una toma de
conciencia tardía y un compromiso de mínimos para los estados. Era de esperar,
habida cuenta del contexto en el que se planteaba la reunión. Se ha alcanzado
un gran acuerdo-marco dentro del cual cada estado concreto habrá de perfilar
los detalles correspondientes, en la legislación y en el control diligente de
su cumplimiento. Alguna gente se comporta como si el problema de la contaminación
por el tránsito en el centro de Madrid hubiese de resolverse, no con
prohibiciones concretas de aparcar, sino con un buen palo a la India y a China
por ensuciar el ambiente más de lo debido.
Ecologistas en
Acción ha emitido un comunicado en el que califica los resultados de la cumbre
del clima de insuficientes y decepcionantes. Insuficientes, sí, sin duda; pero
¿decepcionantes? ¿Tan altas eran las expectativas de la organización? Se habla
de “falta de liderazgo” de las Naciones Unidas ante “el mayor reto del siglo
XXI”. La acusación no es injusta, pero sí que resultaba perfectamente
previsible de antemano. Eran mayores las probabilidades de un nuevo fracaso,
por el peso de las posiciones negacionistas en el Congreso de Estados Unidos y
en otros países industrializados, por la actividad frenética en contra de los
lobbies petroleros y eléctricos, y también, de no menor importancia entre
nosotros, por las opiniones del “cuñao” científico de Mariano Rajoy. Parecería
más lógico saludar los avances, por precarios que sean, logrados en la
conciencia colectiva y en la puesta en marcha de soluciones concretas, que
ensañarse con las insuficiencias y los terrenos en los que ha faltado acuerdo.
Solo ha sido un paso pequeño, pero un primer paso nítido y consensuado, hacia
una solución.
No parece muy
asentada en la realidad, por el contrario, la afirmación de Ecologistas en
Acción de que «se muestra una vez
más que muchos ciudadanos y ciudadanas tienen claro cuál es el camino a
seguir, mientras que estos marcos de negociación desoyen esas voces
continuamente». Si descendemos de las “cumbres” a terreno llano, el tratamiento del “mayor
reto del siglo XXI” en los últimos debates electorales celebrados, a cuatro y a
nueve, no ha sido por cierto muy satisfactorio; tal vez quepa calificarlo
también de “decepcionante”. La ciudadanía – la real, no la idealizada a la que se
tiende a recurrir con frecuencia como paño de lágrimas – no ha reclamado
masivamente una mayor implicación de nuestras autoridades en la lucha global o
específica contra la contaminación. Quizás ha habido “falta de liderazgo” no
solo en las organizaciones políticas sino también en las no gubernamentales, en
torno a una cuestión tan decisiva. Es cómodo arrojar el fardo de las culpas
sobre otros, y quedar uno mismo desembarazado por completo de ellas e instalado
en esa torre de marfil que algunos tienden a construirse a medida, con menosprecio
del mundo degradado que les rodea.