Apuro la jornada de
reflexión a la antigua, es decir reflexionando, cuando ya todos hemos convenido
en que, en la época de Twitter, la reflexión no significa nada, y la jornada,
un elemento puramente descriptivo.
Siempre me han
gustado de forma particular las obras literarias y/o cinematográficas que
abordan el destino de las personas en un proceso de cambio colectivo profundo.
Pongamos que hablo de Don Quijote, de
El Gatopardo, de El doctor Jivago, de Bearn o
la sala de les nines, de El hombre
que mató a Liberty Valance … Pero también de historias que pueden parecer bastante
menos trascendentes, como Gabriela, clavo
y canela, una novela tan sabia como deliciosa de Jorge Amado, o el musical Cantando bajo la lluvia, jovial
certificado de defunción del cine mudo.
Alonso Quijano,
Liberty Valance o Lina Lamont son
antihéroes que se resisten al cambio en curso con todas sus fuerzas; su destino
inevitable es ser vencidos. El conde Salina, el doctor Jivago, el vaquero Tom
Doniphon o el restaurador sirio Nasir, en cambio, adivinan pronto que no es
posible, ni sensato, enfrentar las fuerzas que empujan de forma imparable en
una dirección nueva, y se suman al mainstream
procurando, eso sí, minimizar los daños particulares que representa el proceso tanto
para ellos mismos como para las personas de su entorno inmediato.
(Aborrezco en
cambio de forma cordial, disculpen el paréntesis, otras obras que se refugian
en una nostalgia quejumbrosa del antiguo estado de cosas, frente a la zafiedad
de lo nuevo. Pondré solo un ejemplo ilustre, Historia de dos ciudades, de Charles Dickens. La leí de muy joven y la he releído
hace dos o tres años, solo para reafirmar mi desagrado invencible.)
Hay una premisa
invariable en todas las situaciones que describen esas obras. Para bien o para
mal, el cambio social, cuando arranca de las raíces y sacude con su temblor
telúrico las superestructuras, es imparable y es ingobernable. «Cambiarlo todo
para que nada cambie» es una consigna fútil; pasados cinco, diez, veinte años,
todo lo que se quería preservar a costa de ceder en lo accesorio, ha cambiado
también.
Es distinto el caso
de otros “cambios”, en ocasiones muy publicitados, que son simples oscilaciones
del gusto y no cambian nada en realidad. Generan tan solo alternancias, reparaciones
menores y retoques de orden estético, sin sustancia mayor que les dé suelo
firme.
Estamos ahora en este país en un
momento de cambio, pero aún no está claro si se trata de uno del primer tipo, o
del segundo. El fin del bipartidismo puede ser, a fin de cuentas, bien poca
cosa. O una idea más profunda y esencial atraviesa como una corriente eléctrica
las capas de inercia y de rutina que se han ido acumulando y superponiendo a lo
largo de cuarenta años de régimen democrático, o el cambio podría reducirse a
cosmética. De momento, valga la salvedad. Porque los temblores sísmicos de la mutación gigantesca que está afectando a las sociedades postindustriales avanzadas, acabarán por arramblar también aquí con todo: el santo y la limosna.
De momento, pues, valga la salvedad y quede claro. Mientras seguimos reflexionando, y como aviso a
navegantes, oigan la gran voz que ha dado (en el diario Público) mi amiga, y feminista
apasionada, Berta Cao: «El cambio desde el patriarcado, no es cambio.»