Habrá que explicar
a ese muchacho de Pontevedra que apuñeó a Mariano Rajoy durante su recorrido callejero
programado para la campaña electoral, que lo único positivo que tiene su gesto
es la demostración “en negativo” de que, mal que bien, vivimos en democracia.
En democracia son posibles, ya que no deseables, estas cosas; con Franco, no
pasaban. Con Franco, una intentona de este género (porque habría quedado
reducida a una intentona; los espesos y multiplicados cordones de seguridad que
protegían al dictador habrían detenido al potencial agresor mucho antes de que
tuviera a su objetivo al alcance del brazo extendido) le habría valido un
consejo de guerra y previsiblemente un fusilamiento al amanecer.
Pero habrá que
explicarle también a ese muchacho que su puñetazo nos ha dolido sobre todo a los
que creemos en la política y no queremos a Mariano Rajoy. A quienes creemos que
los puñetazos no son argumentos y mucho menos soluciones, y nos esforzamos en trabajar
para obtener una cosecha de votos de regadío que empuje las cosas en una
dirección distinta de la actual, abierta a otras realidades y alejada de la
bronca.
A quienes sentimos
que ciertamente algunos políticos no nos representan, pero un puñetazo nos
representa todavía menos.