Voy a plantearles
una chuchería del espíritu, a modo de hipótesis. No deben tomársela muy en
serio, este blog tiene un carácter entre socarrón y lúdico, y por ahí van a ir
los tiros. Tampoco hace falta que la descarten de antemano como deleznable. La
cosa podría tener su miga.
Los hechos son los
siguientes. Estamos viviendo una mutación gigantesca en nuestra forma de
concebir (teoría) y de estar en (praxis) el mundo. Esta mutación arranca
de transformaciones cuyo origen se situó en los primeros años setenta del siglo pasado, un
verdadero punto de inflexión, y que cristalizaron en estructuras y
superestructuras, tales como más o menos perduran hoy, ya al final del siglo, durante los años noventa. Me he referido en otro lugar (1) a esas
transformaciones, algunas de las cuales se sitúan en un plano tecnológico (las
TIC, tecnologías de la información y las comunicaciones), otras en un plano geopolítico
y estratégico (derrumbe del “socialismo real”), y otras aún en un plano propiamente
económico (mundialización del libre mercado capitalista).
Se abrieron así de
par en par en los años noventa las puertas de una nueva época, y casi de
inmediato compareció su profeta: un politólogo oscuro, Francis
Fukuyama, que obtuvo en 1992 un éxito inmerecido de ventas y de
influencia con un libro de análisis político, El final de la historia (The End of History and the Last Man). En
dicho breviario de la modernidad aparecían ideas que rápidamente se
convirtieron en tópicos: el “pensamiento único”, que dio pábulo a la creencia
de que solo hay una forma de abordar los problemas económicos y sociales; el
final de todas las guerras y los conflictos sociales, y el florecimiento futuro
de un mundo regido en todas sus facetas por el cálculo privado (de opciones, de
probabilidades, de balance coste-beneficio, etc.) en el que se realizaría
tendencialmente la utopía marxiana de una sociedad sin clases, los estados como
estructuras de poder caminarían hacia su extinción irreversible, y la historia,
en tanto que movimiento colectivo hacia un punto omega de progreso y armonía,
encontraría finalmente su culminación y su apoteosis.
Tan solo seis años
más tarde, en 1998, vieron la luz otros dos libros, considerablemente más
sólidos que el de Fukuyama, que exploraban algunos aspectos de lo que podríamos
denominar el “lado oscuro” de aquella luminosa utopía, aspectos que empezaban a
generar un sospechoso ruido de fondo, una sensación aguda de malestar en la
cultura.
Esos dos libros,
pioneros también en su género, fueron La
ciudad del trabajo, de Bruno Trentin, y La corrosión del carácter, de Richard Sennett. Los dos tomaron como punto de partida
las realidades negativas que conlleva el trabajo heterodirigido, algo que el “pensamiento
único” considera una minucia desdeñable, un factor lateral y marginal que no
influye en el resultado de la ecuación planteada.
He aquí, pues, la mutación
en marcha, como una Luna que cruza el cielo nocturno mostrando a todos su cara
luminosa y ocultando a la vista de los hombres su cara oscura. Es una nueva civilización
la que nace, una civilización ya no bipolar sino global.
Toda nueva civilización
requiere una epopeya que mitifique sus orígenes. Y ahí es donde planteo mi
hipótesis descabellada. La Odisea o la Biblia de nuestro tiempo sería la saga
de La guerra de las galaxias, el Star Wars firmado por George Lucas. Las fechas coinciden: la primera
película de la serie, que en la cronología interna de la saga acabaría por
colocarse en cuarto lugar, se estrenó en 1977, como un anticipo de ideas
latentes acerca del futuro que esperaba a la humanidad; y la segunda trilogía,
que reinventa los orígenes y proyecta el relato en un plano histórico más
complejo, arrancó en 1999, ya con la mutación cristalizada. La tercera serie,
cuyo primer capítulo se estrena por estas fechas, me importa menos, porque
después de la venta de la “factoría Lucas”, hay muchas probabilidades de que se
trate nada más de una secuela comercial.
Desconozco los
detalles de la historia que se cuenta en esas seis películas. Supongo que se
trata de algo que arrastra mucha ganga comercial (una película es siempre, a
fin de cuentas, show business),
estructurado en varios niveles que en alguna medida se contraponen y se
contradicen. George Lucas tiene mi misma edad. Yo llevé a mis hijos a ver las
dos primeras películas de la serie inicial, y me aburrí mucho. Estábamos en los
años de la transición a la democracia, teníamos nuestros propios problemas, y no
puse mayor atención a aquel galimatías con estética de marcianitos en el que la
fuerza te acompañaba y uno de los personajes se parecía a un Jordi Pujol con orejas
enormes.
No he visto los capítulos
restantes. No sé, por consiguiente, si es posible establecer un paralelismo entre
las vicisitudes de la saga y el gobierno concreto de las sociedades
tecnológicas actuales. Pero no es ese el punto importante. Lo que habría
prestado el nuevo Evangelio de San (George) Lucas
a toda una generación es un imaginario, más que un relato: un mundo lleno de
prodigios en el que el lado luminoso y el lado oscuro conviven en el interior
de los héroes y se alternan en diferentes fases de fuerza y de debilidad
relativas. En ese sentido, y con todas las salvedades que ustedes quieran interponer,
todos nosotros (disculpen la generalización) seríamos hijos de Star Wars.