Se pregunta el
dómine Cebra en el blog hermano “Metiendo bulla” si la pobreza, en sí misma y
como tal, no es suficiente como argumento sociológico, y si de verdad necesita
de calificativos tales como “energética” y “salarial”. Quien es pobre de
solemnidad, está claro que no puede pagar para enchufar la estufa a la línea de
Endesa, y entonces recibe el calificativo de pobre “energético”; lo dudoso, así
pues, es que ser pobre energético signifique cosa diferente en algo de ser
pobre a secas. Lo uno trae obligadamente lo otro.
En tiempos, las
hermanitas de los pobres acudían diligentes en ayuda de los/las menesterosos/as.
Las menesterosas tenían a gala ser pobres pero honradas; ellos eran pobres pero
devotos del Cristo de las llagas. El Auxilio Social les proveía de manduca, a precios
irrisorios pero crecientes al compás del alza del coste de la vida, como se
explica de forma elocuente en la siguiente habanera moderadamente bilingüe:
«Antes por una peseta comías chuleta en un restaurán, / y ahora por cuatro
pesetas ni et dona munchetas l’Auxili Sosial.»
Hoy en día las
cosas están mucho más mezcladas. No existen pobres, salvo alguna cosa. Tampoco
parece tener una existencia fehaciente la clase obrera. Fue Tony Blair quien lanzó
la buena nueva, en su larga época de premier de su país: «Aquí todos somos clase
media.» Las clases altas le corearon de inmediato: «¡Eso, todos clases medias!»
Y reclamaron bajadas de impuestos, que les fueron concedidas porque – según se
argumentó – “bajar los impuestos es de izquierdas”. Previamente las clases
industriosas habían sido destruidas en sus reductos; las fábricas, otrora
orgullosamente humeantes, desmanteladas; las máquinas, vendidas a precio de
saldo a los chatarreros.
Toda la cuestión
social se arregló de pronto, a golpe de decreto. Todos pasamos a ser clases
medias, en sociedades abiertas donde se premiaba el mérito y cualquier
chiquilicuatre podía ser democráticamente elegido para representarnos en
Eurovisión. José Luis Rodríguez Zapatero, otro líder conectado a aquellas
terceras vías entrañables que tanto bien nos procuraron, lo dijo muy claro: “Aquí
quien no se enriquece es porque no quiere”.
Donde hubo obreros,
ahora solo había vagos irredentos. El Estado acabó de un plumazo con la pobreza,
y con la dignidad de la pobreza; con la clase obrera, y con el orgullo de
clase. La “clase ociosa” perdió sus connotaciones originales y pasó a designar
al resto de capas marginales que vivían aún de gorronear la generosa
providencia del Estado llamado del bienestar.
Salvo alguna cosa. Ha
habido que rescatar a toda prisa los viejos conceptos añadiéndoles
calificativos nuevos. Ha resurgido vergonzante la pobreza, y ahora es (redundantemente)
aquello que queda por debajo del umbral estadístico de la pobreza. El resultado
se adorna con calificativos como “energética” o “salarial”. Por debajo del
umbral de la pobreza subyace la “privación severa y/o riesgo de exclusión”, una
categoría estadística que asciende de forma alarmante. Muchos de sus
componentes no son parados, son “pobres salariales”. ¿Importa algo? En la Vega
del Genil los llaman desde siempre “jambríos”.
Y el proletariado
ha regresado también, ahora clasificado en nuevos constructos funcionariales: “precariado”,
“nueva clase obrera de los servicios”.
Cambia el casillero
utilizado en los impresos, pero la sustancia se mantiene. La vieja clase obrera
no se ha ido. Sigue ahí, en peores condiciones salariales y laborales que las
que había conquistado secularmente con su esfuerzo.
Vean, hoy mismo, el
caso de los puertos. El Gobierno ha decidido arreglar la situación anómala del
trabajo de estiba, y lo va a liberalizar, término que implica “abaratar”. Un
sinfín de bendiciones va a recaer en consecuencia sobre el colectivo de los
estibadores, como ha sido el caso de otros sectores económicos cuando han sido
inteligentemente desregulados. Para tratar de evitar tales bendiciones
prometidas por la administración, los estibadores resisten, sin romper aún la
baraja; han convocado huelgas parciales durante nueve días repartidos en tres semanas,
y en horas impares. En un cálculo aproximativo, las pérdidas para las empresas
afectadas se estiman en 500 millones de euros. Una huelga total supondría pérdidas
muy superiores, en un sector que mueve 190 mil millones al año.
El Parlamento
podría anular el Real Decreto Ley de liberalización del trabajo en los puertos.
No es probable que lo haga, sin embargo. Debido sin duda a la correlación de
fuerzas, pero tal vez debido también a la convicción generalizada de que la
clase obrera es, hoy por hoy, algo inexistente.