sábado, 25 de febrero de 2017

CUANDO YA NO HAY CLASE OBRERA


Se pregunta el dómine Cebra en el blog hermano “Metiendo bulla” si la pobreza, en sí misma y como tal, no es suficiente como argumento sociológico, y si de verdad necesita de calificativos tales como “energética” y “salarial”. Quien es pobre de solemnidad, está claro que no puede pagar para enchufar la estufa a la línea de Endesa, y entonces recibe el calificativo de pobre “energético”; lo dudoso, así pues, es que ser pobre energético signifique cosa diferente en algo de ser pobre a secas. Lo uno trae obligadamente lo otro.
En tiempos, las hermanitas de los pobres acudían diligentes en ayuda de los/las menesterosos/as. Las menesterosas tenían a gala ser pobres pero honradas; ellos eran pobres pero devotos del Cristo de las llagas. El Auxilio Social les proveía de manduca, a precios irrisorios pero crecientes al compás del alza del coste de la vida, como se explica de forma elocuente en la siguiente habanera moderadamente bilingüe: «Antes por una peseta comías chuleta en un restaurán, / y ahora por cuatro pesetas ni et dona munchetas l’Auxili Sosial.»
Hoy en día las cosas están mucho más mezcladas. No existen pobres, salvo alguna cosa. Tampoco parece tener una existencia fehaciente la clase obrera. Fue Tony Blair quien lanzó la buena nueva, en su larga época de premier de su país: «Aquí todos somos clase media.» Las clases altas le corearon de inmediato: «¡Eso, todos clases medias!» Y reclamaron bajadas de impuestos, que les fueron concedidas porque – según se argumentó – “bajar los impuestos es de izquierdas”. Previamente las clases industriosas habían sido destruidas en sus reductos; las fábricas, otrora orgullosamente humeantes, desmanteladas; las máquinas, vendidas a precio de saldo a los chatarreros.
Toda la cuestión social se arregló de pronto, a golpe de decreto. Todos pasamos a ser clases medias, en sociedades abiertas donde se premiaba el mérito y cualquier chiquilicuatre podía ser democráticamente elegido para representarnos en Eurovisión. José Luis Rodríguez Zapatero, otro líder conectado a aquellas terceras vías entrañables que tanto bien nos procuraron, lo dijo muy claro: “Aquí quien no se enriquece es porque no quiere”.
Donde hubo obreros, ahora solo había vagos irredentos. El Estado acabó de un plumazo con la pobreza, y con la dignidad de la pobreza; con la clase obrera, y con el orgullo de clase. La “clase ociosa” perdió sus connotaciones originales y pasó a designar al resto de capas marginales que vivían aún de gorronear la generosa providencia del Estado llamado del bienestar.
Salvo alguna cosa. Ha habido que rescatar a toda prisa los viejos conceptos añadiéndoles calificativos nuevos. Ha resurgido vergonzante la pobreza, y ahora es (redundantemente) aquello que queda por debajo del umbral estadístico de la pobreza. El resultado se adorna con calificativos como “energética” o “salarial”. Por debajo del umbral de la pobreza subyace la “privación severa y/o riesgo de exclusión”, una categoría estadística que asciende de forma alarmante. Muchos de sus componentes no son parados, son “pobres salariales”. ¿Importa algo? En la Vega del Genil los llaman desde siempre “jambríos”.
Y el proletariado ha regresado también, ahora clasificado en nuevos constructos funcionariales: “precariado”, “nueva clase obrera de los servicios”.
Cambia el casillero utilizado en los impresos, pero la sustancia se mantiene. La vieja clase obrera no se ha ido. Sigue ahí, en peores condiciones salariales y laborales que las que había conquistado secularmente con su esfuerzo.
Vean, hoy mismo, el caso de los puertos. El Gobierno ha decidido arreglar la situación anómala del trabajo de estiba, y lo va a liberalizar, término que implica “abaratar”. Un sinfín de bendiciones va a recaer en consecuencia sobre el colectivo de los estibadores, como ha sido el caso de otros sectores económicos cuando han sido inteligentemente desregulados. Para tratar de evitar tales bendiciones prometidas por la administración, los estibadores resisten, sin romper aún la baraja; han convocado huelgas parciales  durante nueve días repartidos en tres semanas, y en horas impares. En un cálculo aproximativo, las pérdidas para las empresas afectadas se estiman en 500 millones de euros. Una huelga total supondría pérdidas muy superiores, en un sector que mueve 190 mil millones al año.
El Parlamento podría anular el Real Decreto Ley de liberalización del trabajo en los puertos. No es probable que lo haga, sin embargo. Debido sin duda a la correlación de fuerzas, pero tal vez debido también a la convicción generalizada de que la clase obrera es, hoy por hoy, algo inexistente.