Me parece
sustancialmente justa la sentencia dictada por el tribunal de Palma. Justa,
pero cruel. Dura lex sed lex, decían los romanos. Aquí no había más remedio que
condenar a la infanta Cristina, o declararla oficialmente tonta. Se ha optado por
la segunda opción. Como acabo de señalar, me parece en sustancia una solución más
justa que la otra alternativa, pero también más cruel.
La infanta, por su
parte y de motu propio, se ha apresurado a dar toda la razón al juez. Está
conforme con su propia absolución, pero mantiene que su marido, el apuesto
Iñaki, también tenía que haber sido absuelto porque “no ha hecho nada malo”. Da
la sensación de que la señora no alcanza a comprender que la monarquía, una institución
colocada por encima del común de los súbditos del estado de derecho y costeada económicamente
por el erario, no puede permitirse plebeyeces tales como conchabarse con la
trama Gürtel. En la situación imposible creada por ese consorte “más brillante que
el alba, más hermoso que abril”, al que ella alentó y jaleó cuando menos en sus
enjuagues, para la monarquía como institución era mala la opción de condenar a
la pareja; peor la de absolver a los dos, y pésima la finalmente escogida que
distingue entre ambos, no por el género, sino por la circunstancia de la sangre
azul. Porque ahora queda patente el peligro de que ocupe el lugar más alto del
escalafón de gobierno de la nación una persona incapaz de responsabilizarse de
sus propios actos, dado que no le alcanzan las entendederas para ello. Esto, no
otra cosa, es lo que se deriva de la letra de la sentencia del tribunal de
Palma.
Ahora la infanta
estará triste en el jardín que puebla el triunfo de los pavos reales. Ruben
Darío describió la situación en versos bien medidos según la métrica, pero tan desmesurados
en el énfasis que revelan bien a las claras su inclinación excesiva hacia el
vino de albondón:
«¡Oh quién fuera hipsipila que dejó la crisálida! /
(La princesa está triste, la princesa está pálida) / ¡Oh visión adorada de oro,
rosa y marfil!)»
Mi hermano pequeño,
José María, presa de un furor explicable con Rubén, me desafió un día a
descubrirle algún sentido al verso de la hipsipila. Mi solución particular, que
no le dejó satisfecho, es que no significa absolutamente nada. Como tampoco la
monarquía, esa “visión adorada” etcétera. A modo de demostración, o de
consuelo, le propuse la siguiente redacción alternativa: “Esta noche me marcho
de excursión a la Atlántida. / (Mi cuñada está triste, mi cuñada está pálida).”
La música del poema es la misma.