El Parlament de Catalunya
ha dirigido una carta al arzobispo de Barcelona, Juan José Omella, para
trasladarle la petición de que no ceda locales de la Iglesia para una charla en
la que un escritor homosexual francés predicará sobre los beneficios de la
castidad de las parejas gais. El obispo ha respondido “No” a la petición de los
parlamentarios; pero ha adornado su negativa con consideraciones del más alto
interés.
En concreto, ha
declarado que “respetamos a todas las personas”, y “estamos abiertos al diálogo
y a la comprensión”, con cita incluida del papa Francisco. Ha afirmado que la
charla “no va en contra de nadie”, y ya enrabietado, ha añadido un alegato inflamado
y literal por «la democracia, la libertad de expresión, la justicia y los
derechos humanos».
Mi humilde opinión
es que se ha pasado tres pueblos. Al fin y al cabo estaba defendiendo la
oportunidad de una charla “en sagrado” de una persona que, por las razones que
sean (y en eso el arzobispo se cuida muy mucho de meterse en contrapuntos “que
se suelen quebrar de sotiles”), defiende la castidad de los gais; es decir, que
en los grandes movimientos rema en favor de las mismas posiciones que defiende
la santa madre. Entonces, la piedra de toque de la apertura al diálogo y la
comprensión de las que alardea monseñor sería, sin salirnos del tema estricto
de la charla, invitar a otro/otra ponente a razonar en favor de que los gais
ejerzan libremente su sexualidad sin restricciones ni anatemas, cuestión que se
enmarca precisamente en los temas de la libertad de expresión y los derechos
humanos sacados a relucir tan a destiempo por su eminencia.
Y si de lo que se trata,
en cambio, es de defender enérgicamente la virtud de la castidad, si monseñor
cree en lo que predica haría bien en lanzar una campaña ambiciosa de
concienciación de su propia tropa. La pederastia religiosa es un fenómeno repetido,
perfectamente documentado y que no lleva trazas de remitir. Lejos de ser
inocuo, se sabe que provoca serios hándicap sociales a sus víctimas inocentes.
No son de recibo la tolerancia y el secretismo de que goza en los ambientes y
en los locales que administra el alto clero, desde el criterio ya demasiado trillado
de que aquí no ha pasado nada salvo alguna cosa. He aquí, pues, una cuestión excelente
para un debate abierto en sede eclesial, que promueva la democracia, la
libertad de expresión, la justicia y los derechos humanos.
Pero no estamos
próximos aún a esa epifanía. Si se pregunta al respecto a monseñor Omella, lo
más probable es que imite a don Florentino Pérez y sostenga que todos los
locales disponibles en el arzobispado están en este momento en obras. Lástima.
Lo que el Parlament
pedía era, en último término, un desmarque del mundo católico respecto a
determinadas posiciones maximalistas en relación con el acoso desde determinados
sectores sociales al colectivo LGTB; un punto final por parte de la jerarquía a
la satanización habitual de determinadas conductas. La respuesta del arzobispo
ha sido negativa; los floreos retóricos que la acompañan con un retruque
mofeta, añaden el escarnio a una postura que, pese al recurso a evasivas, no
deja de oponer al problema de fondo un muro granítico de incomprensión.