miércoles, 22 de febrero de 2017

EL MITO DEL GENIO SOLITARIO


Coinciden en elpais de hoy dos epifanías en torno al arte: un dibujo del Roto y una información firmada por Álex Vicente sobre una próxima exposición en el Louvre de París centrada en Vermeer y su época.
El Roto lanza el siguiente mensaje tautológico: «El dinero mueve el arte que mueve dinero.» Es un recordatorio oportuno de que nunca o casi nunca se fabrica arte por amor al arte. Lo sabíamos todos, pero no está de más que se diga una vez más. Álex Vicente titula así su comentario: «Vermeer no fue un genio solitario.» Es verdad, pero una verdad adocenada. Da a entender el articulista que está descubriendo algo nuevo, o contradiciendo un sentir común que es, de hecho, inexistente.
Lo cierto es que el rastro de Jan Vermeer o Jan Van der Meer se perdió durante un par de siglos. Algunas pinturas suyas se atribuían a otros pintores, en particular a Pieter de Hooch, que es el que presenta mayores parecidos estilísticos. A finales del siglo XIX, emergieron de pronto en el mundo de los marchantes y los connaisseurs el nombre y la obra de un maestro holandés del que se desconocía casi todo, y que de inmediato pasó a cotizarse entre los “top” del periodo, a la altura de Rembrandt o de Hals.
Con razón, desde luego; se trata de una pintura magnífica, de primerísima calidad. Pero a nadie se le ha ocurrido aún que Vermeer fuera un espíritu huraño y atormentado que buscó el anonimato, rehuyó las modas y sacrificó la popularidad inmediata en favor de una obra destinada a durar eternamente. Es decir, un artista "maldito" al modo como lo concebía el romanticismo dos siglos después.
Vicente describe como un “experimento inédito” la exposición del Louvre en la que se confrontan obras suyas con otras similares de sus contemporáneos, dentro del ecosistema común de la “pequeña” pintura de género que floreció en los Países Bajos en el XVII. No tan inédito, he tenido la suerte de ver hace años una muy parecida en el Metropolitan Museum de Nueva York. Había una cola espeluznante en la parte del museo dedicada a las exposiciones temporales, pero lo que querían casi todos los visitantes era extasiarse delante del vestuario de Jackie Kennedy, de manera que pude ver a mi sabor y sin apreturas las obras maestras allí expuestas, entre ellas “El pintor y su modelo” o “Alegoría de los sentidos”, tan hermosa que es capaz de activar el síndrome de Stendhal y provocar el desmayo de un espectador sensible.
La pintura de género holandesa nació de la existencia de un mercado artístico muy concreto. Se trató de un caso particular del principio de que el dinero mueve el arte que mueve dinero. Los monasterios y las abadías encargaban cuadros de gran formato y temática religiosa; las monarquías y la alta nobleza, alegorías, retratos de aparato y escenas de batallas; pero a los prósperos mercaderes de la burguesía urbana lo que les apetecía era decorar la sala de recibir con escenas de otro tipo, ni heroicas ni religiosas: interiores con damas elegantes reconocibles, y con instrumentos musicales, toquillas de seda, vestidos de raso, joyas, arreglos florales, tapetes, cortinajes, espejos, mapamundis, pergaminos, aparatos científicos. Hubo un comercio activísimo de cuadros al óleo de pequeño formato con esas características. Pintores renombrados se especializaron en crear ese género de cosas; también se copiaban unos a otros, no necesariamente por instinto de emulación o por rivalidad (“yo puedo hacerlo mejor que tú”), sino porque así se especificaba en los encargos: “un cuadro con espineta y perrito y la hija mayor luciendo el vestido de baile nuevo, como el del maestro Metsu que tienen colgado en el salón de su casa los Van Gaal”.
Ese era el ecosistema. Algunos pintores introdujeron artificios muy vistosos para ensanchar el espacio ideal acotado por la pintura: escenas entrevistas a través de una puerta, ventanas abiertas a una calle o un jardín, niños jugando en segundo plano y ajenos a la escena principal. Unos artistas lo hicieron muy bien, otros quizás no tan bien. Vicente finaliza así su artículo: «El veredicto es que Vermeer se inspiró en sus contemporáneos, pero también los dejó a años luz.» Eso no es cierto. Hubo mucha competencia y muy buena. Tampoco en este sentido, en el de la “pincelada sublime”, fue Vermeer un genio solitario, un salto cualitativo o una excepción.