Quienes aún no hayan
leído el recentísimo trabajo de Miquel Falguera “¿Derogar la reforma laboral… o
algo más?” (1), apresúrense a clicar al pie de este comentario de
circunstancias.
No avanzaremos nada
si nos limitamos a retroceder hacia situaciones laborales anteriores, porque la
realidad se ha movido desde entonces. No basta la anulación formal, en el
Boletín Oficial del Estado, de la fechoría perpetrada; no hay atajos cómodos en
este envite. Ni teníamos una situación ideal cuando regía el Estatuto de los
Trabajadores, ni las soluciones que entonces se arbitraron serían hoy suficientes
para sostener un mercado de trabajo que se hunde empujado por las desigualdades
rampantes.
Las soluciones
están en otro lado. El punto de partida podría ser el rearme moral y la
conquista de nuevos espacios de negociación por parte de los sindicatos; pero esa
resituación de problemas y de prioridades deberá llegar además, tarde o mejor temprano,
de un lado al conjunto de los partidos políticos, algunos de los cuales parecen
adormecidos en la creencia irracional de que todo puede resolverse, o bien en
sede parlamentaria, o bien mediante negociaciones fuera de foco; y de otro lado,
al mismísimo Estado de derecho, maltrecho en estos momentos por los torpedos
bajo la línea de flotación que le están enviando desde todos los ángulos las
huestes nutridas de los modernos caballeros de fortuna, disfrazados los unos de
armadas Brancaleone que ondean diversas banderas, y los otros de brigadas Aranzadi.
Y el problema tiene
aún otra dimensión, la internacional, en un mundo globalizado en el que las
interdependencias se acentúan, y tanto las normas aplicables como los sujetos
que las aplican distan mucho de estar definidos de forma satisfactoria, negro
sobre blanco.
La solución a este
enorme pasticcio no vendrá de seguro
por la vía de querer hacerlo todo a la vez, y hacerlo ya. Dicho con otras
palabras, de pretender asaltar los cielos.
Antonio Gramsci
propuso una concepción de la política distinta, un “arte de lo posible”. Ese
arte incluye tres ejercicios diferenciados: el primero, aferrarse a las posiciones
conquistadas para evitar por todos los medios ser desalojado de ellas; el
segundo, avizorar el terreno más propicio para el avance en la dirección
general deseada (el proyecto, en otras palabras); y el tercero, el avance
efectivo, que será probablemente limitado pero llegará hasta allí donde
alcancen las fuerzas concertadas (el trayecto). La política bien pensada y bien
ejecutada se resume entonces en el movimiento de un punto inicial a otro punto
más o menos próximo al primero, pero más cercano también al objetivo último que
se pretende.
Hay quien concibe
la política como una mano de póquer, y quien la ve más bien como una larga
partida de ajedrez. Los caballeros de fortuna se colocan sin vacilaciones a sí
mismos en el primer grupo; las fuerzas de izquierda deberían obligatoriamente alinearse
en el segundo. Los populismos de cualquier tipo se compaginan mal con una
praxis transformadora que apunta a la remoción de unas estructuras muy
resistentes, establecidas por el entrecruzamiento de los distintos planos de fuerza
que operan en la realidad.