viernes, 10 de febrero de 2017

EL ESCAPARATE Y LA TRASTIENDA


Voy a meterme a plena conciencia en camisa de once varas; no es algo tan engorroso ni tan reprochable, a mi edad.
Estoy leyendo un excelente libro reciente sobre la historia del PCE (Molinero e Ysàs, De la hegemonía a la autodestrucción, Crítica), y no puedo evitar la desazón de haber vivido esos mismos acontecimientos de una forma distinta a como se explican. De un lado, hay una labor de estructuración y ordenación del material que amplía y enriquece el trasfondo de lo que “nos” ocurría; en ese sentido soy consciente de que yo no comprendí del todo bien lo que estaba pasando a mi alrededor en aquellos años, y los autores acuden con una información más amplia y contrastada a rellenar mis lagunas y corregir mis deficiencias de criterio. Como le pasaba a Rick (Humphrey Bogart) en Casablanca, es muy cierto que yo tendía entonces a confundir los cañonazos de la batalla con los latidos de mi loco corazón.
Pero de otro lado, me consta que el libro da un valor excesivo a las fuentes escritas, por considerar que reflejan una línea política consecuentemente llevada a cabo; y en cambio, en muchos casos, se trata de papeles que fueron pompa y alegría en el momento de su lectura en un congreso o un comité central, y luego, en brazos de la noche fría, quedaron reducidos nomás a lástima vana.
Creo sinceramente que el PCE y el PSUC no tuvieron en ningún momento la “hegemonía” que les supone el libro, ni siquiera entre las fuerzas de oposición. Tuvieron, eso sí, una larga iniciativa. Otras fuerzas les siguieron a remolque, entre refunfuños, y en algún caso les sacudieron a cantazos como hicieron los cabreros con Don Quijote.
Sobre todo, esa iniciativa multiforme, esa omnipresencia en la sociedad, tanto en la protesta multitudinaria como en la alternativa razonable, fueron posibles por la inquietud, la inspiración y el valor personal (en los dos sentidos de la palabra “valor”) de muchas personas, que además se sentían unidas entre ellas por el vínculo de la pertenencia a unas siglas. El PCE y el PSUC del tardofranquismo y la transición democrática tuvieron mucho escaparate y muy poca trastienda. En lo que se refiere a la lucha obrera, que fue el capítulo fundamental, hubo un mayor seguimiento por parte de la dirección, y también las tensiones fueron mucho mayores. En temas como el movimiento vecinal, la sanidad, la cultura o, en particular, la lucha feminista, la intervención de compañeras y compañeros valiosísimos enmascaró la falta de elaboración de la dirección colectiva; peor aún, el desinterés absoluto de la dirección colectiva por tales temas. Mucho más perceptible, debo añadirlo porque es de justicia, en el PCE que en el PSUC, donde mejor o peor todos nos conocíamos.
Es mi opinión sincera, y reconozco que puedo estar equivocado: el “partido” sale favorecido en estas imágenes retrospectivas. No hubo, creo, un designio perceptible en muchas de aquellas políticas, sino una actitud de “embolica que fa fort” y de “todo suma”. Casi nunca hubo una dirección colectiva real, faltó coherencia y capacidad de síntesis para llevar a un punto de concreción esas elaboraciones fantásticas que tanto lucen en los archivos documentales y en las páginas de un libro de historia. Las causas del derrumbe final prematuro de los dos partidos estaban ya implícitas en las vicisitudes de los años anteriores. Dejando al margen las dificultades del contexto, estaban implícitas en una concepción de la “dirección” y de la organicidad demasiado basadas en méritos antiguos y en las rigurosas virtudes del escalafón, y que se limitaban a recibir como debidos los regalos que les ofrendaba una generación de militantes jóvenes y valiosos y entusiastas; pero sin que el colectivo imprimiera de ninguna manera un sello propio a las luchas y las alternativas políticas, más allá de la idea abstracta – y rigurosamente falsa, como se vino a demostrar con el tiempo – de que el socialismo llegaría por sus propios pasos de la mano de la democracia.