Voy a meterme a
plena conciencia en camisa de once varas; no es algo tan engorroso ni tan
reprochable, a mi edad.
Estoy leyendo un excelente
libro reciente sobre la historia del PCE (Molinero e Ysàs, De la hegemonía a la autodestrucción, Crítica), y no puedo evitar la
desazón de haber vivido esos mismos acontecimientos de una forma distinta a
como se explican. De un lado, hay una labor de estructuración y ordenación del
material que amplía y enriquece el trasfondo de lo que “nos” ocurría; en ese
sentido soy consciente de que yo no comprendí del todo bien lo que estaba pasando
a mi alrededor en aquellos años, y los autores acuden con una información más
amplia y contrastada a rellenar mis lagunas y corregir mis deficiencias de
criterio. Como le pasaba a Rick (Humphrey Bogart) en Casablanca, es muy cierto que yo tendía entonces a confundir los
cañonazos de la batalla con los latidos de mi loco corazón.
Pero de otro lado,
me consta que el libro da un valor excesivo a las fuentes escritas, por considerar
que reflejan una línea política consecuentemente llevada a cabo; y en cambio,
en muchos casos, se trata de papeles que fueron pompa y alegría en el momento
de su lectura en un congreso o un comité central, y luego, en brazos de la
noche fría, quedaron reducidos nomás a lástima vana.
Creo sinceramente que
el PCE y el PSUC no tuvieron en ningún momento la “hegemonía” que les supone el
libro, ni siquiera entre las fuerzas de oposición. Tuvieron, eso sí, una larga
iniciativa. Otras fuerzas les siguieron a remolque, entre refunfuños, y en
algún caso les sacudieron a cantazos como hicieron los cabreros con Don
Quijote.
Sobre todo, esa
iniciativa multiforme, esa omnipresencia en la sociedad, tanto en la protesta multitudinaria
como en la alternativa razonable, fueron posibles por la inquietud, la
inspiración y el valor personal (en los dos sentidos de la palabra “valor”) de
muchas personas, que además se sentían unidas entre ellas por el vínculo de la
pertenencia a unas siglas. El PCE y el PSUC del tardofranquismo y la transición
democrática tuvieron mucho escaparate y muy poca trastienda. En lo que se
refiere a la lucha obrera, que fue el capítulo fundamental, hubo un mayor
seguimiento por parte de la dirección, y también las tensiones fueron mucho
mayores. En temas como el movimiento vecinal, la sanidad, la cultura o, en
particular, la lucha feminista, la intervención de compañeras y compañeros
valiosísimos enmascaró la falta de elaboración de la dirección colectiva; peor
aún, el desinterés absoluto de la dirección colectiva por tales temas. Mucho
más perceptible, debo añadirlo porque es de justicia, en el PCE que en el PSUC,
donde mejor o peor todos nos conocíamos.
Es mi opinión
sincera, y reconozco que puedo estar equivocado: el “partido” sale favorecido
en estas imágenes retrospectivas. No hubo, creo, un designio perceptible en muchas de
aquellas políticas, sino una actitud de “embolica
que fa fort” y de “todo suma”. Casi nunca hubo una dirección colectiva real,
faltó coherencia y capacidad de síntesis para llevar a un punto de concreción esas
elaboraciones fantásticas que tanto lucen en los archivos documentales y en las
páginas de un libro de historia. Las causas del derrumbe final prematuro de los
dos partidos estaban ya implícitas en las vicisitudes de los años anteriores. Dejando
al margen las dificultades del contexto, estaban implícitas en una concepción
de la “dirección” y de la organicidad demasiado basadas en méritos antiguos y
en las rigurosas virtudes del escalafón, y que se limitaban a recibir como
debidos los regalos que les ofrendaba una generación de militantes jóvenes y valiosos
y entusiastas; pero sin que el colectivo imprimiera de ninguna manera un sello propio a las
luchas y las alternativas políticas, más allá de la idea abstracta – y rigurosamente
falsa, como se vino a demostrar con el tiempo – de que el socialismo llegaría por
sus propios pasos de la mano de la democracia.