La entrevista
telefónica entre Donald Trump y Mariano Rajoy ha sido el mayor éxito diplomático
en las trayectorias de ambos como estadistas. El secreto es que ninguno de los
dos entendió lo que decía el otro, de modo que no se produjo ningún momento
tenso como había ocurrido antes con el premier australiano, al que colgó Trump
el aparato en mitad de una frase; y viceversa, con Gabriel Rufián, a quien
Mariano acusó en el Congreso de descortés después de haberle puesto por su parte a parir
panteras.
Trump está
convencido de que el líder de la república bananera con el que estuvo
departiendo mientras tenía a su secretaria particular agarrada de las pudendas,
tomó buena nota de que si quiere Otan tendrá que pagar el doble de lo que viene
cotizando. Pero Rajoy no entendió tal cosa, sino que el mandatario americano se
acordaba muy bien de las clases de latín del hermano Bernardo en el colegio de
los maristas de Pontevedra.
A la inversa, Mariano está convencido contra todas
las evidencias de que Trump aceptó su mediación privilegiada para Europa y
América latina; mientras que el ex magnate no tiene la menor idea de que le
fuera hecho tal ofrecimiento, por lo demás enteramente inútil.
No es que el
intérprete hiciera mal su trabajo; es que ambos dos prohombres coinciden en su
desconfianza absoluta hacia cualquier cosa que les comunique alguien de tan
baja estofa como un intérprete. Ellos escuchan en primer lugar a su propio
corazón, y en segundo lugar atienden a la comunicación divina que fluye sin
descanso en su interior. Convencidos como están los dos de que dios no hay más
que uno, prescinden en este punto de cualquier otra consideración colateral. Y
sin embargo, se lo aseguro a ustedes con la mano al pecho en prenda de que esto
va en serio y no les estoy engañando con ninguna posverdad al uso, el dios de
Mariano y el de Donaldo son dos dioses distintos. Bastante antipáticos ambos,
por cierto, pero en las demás cosas no tienen nada que ver.
En Corazón tan blanco, Javier Marías
describe una conversación de Felipe González con Margaret Thatcher en la que el
intérprete, en lugar de trasladar las banalidades diplomáticas que ambos se
dedican, inventa un sentido distinto y entra en territorios más personales. La
conclusión que saca del experimento es sustancialmente la misma que les estoy
transmitiendo: solo se escucha aquello que se desea oír.
– ¿Qué dice ese “Reishoy”?
– preguntó con escaso interés a Trump el vicepresidente Pence, después del
telefonazo.
– Yo qué sé, ni me acuerdo – fue la respuesta,
en tono de mal humor. A Donald le habría gustado colgar el auricular para que
el jodío mexicano se enterara de quién manda aquí. Pero no se le presentó una
ocasión clara.
– ¿Cómo ha ido con
el Trumpeta, Mariano? – interrogó a su vez la vicepresidenta Santamaría al Augusto
entre dos bostezos. Había estado hojeando una revista de moda, y solo en ese
momento, al levantar la vista, se dio cuenta de que el presidente estaba
transfigurado y lágrimas de emoción asomaban a sus ojos.
– Este es el
comienzo de una gran amistad – declaró Rajoy, solemne.