Hubo, en particular
en los años treinta del siglo pasado, una “fiebre Vermeer” similar a la fiebre
del oro en California y en Alaska, el siglo anterior. La firma del pintor de
Delft se cotizaba cara, y cualquiera podía hacerse rico de repente si descubría
en un desván o un altillo un óleo polvoriento en el que estuviera estampada la
firma de un artista que durante dos siglos no había significado nada para nadie.
El paso siguiente a la búsqueda de tesoros ocultos fue fabricarlos directamente y ponerlos en circulación. En 1930, por
ejemplo, produjo sensación la exposición en la Gemäldegalerie de Munich de una “Vista
de Delft” parecida a la canónica, aunque enfocada desde un ángulo algo diferente.
El revuelo duró dos años, hasta que un experto comprobó que se había utilizado
un cuadro antiguo con unas casas rústicas junto a un estuario, y se le habían
añadido mucho después otras arquitecturas urbanas, en particular la muy reconocible
silueta de la Iglesia Nueva de Delft.
Muy distinto fue el
caso de una escena íntima de carácter religioso, “Encuentro en Emaús”,
descubierta en 1937 y con la firma de Vermeer estampada. Después de pasar airosa
los habituales controles de los expertos (resistencia de los colores a los
disolventes, análisis del albayalde, examen microespectroscópico de sustancias
colorantes), fue adquirida por la Asociación Rembrandt para el Boymans Museum
de Rotterdam, por la suma de 550.000 florines. Había sido descubierta en Niza
por un artista holandés, Jan Anthonius van Meegeren; el cuadro pertenecía a una
familia italiana que deseaba guardar el anonimato, y podía proceder, vía
repartos hereditarios, de una colección fabulosa guardada en tiempos en el
castillo de Westland, Países Bajos. Los críticos se extasiaron ante las
calidades de la pintura, que venía además a certificar la sospecha, apuntada ya
antes de su aparición, de parámetros comunes entre la pintura religiosa de Vermeer
y la de Caravaggio.
Lo que ocurrió
después fue que al final de la segunda gran guerra, en 1945, entre unas obras de
arte escondidas por los jerarcas nazis en unas minas de sal para resguardarlas
de los bombardeos aliados, se encontró un Vermeer desconocido y directamente
relacionado con el anterior: “Cristo y la adúltera”. En la documentación
hallada en el mismo lugar, figuraba un contrato de compraventa realizado en
Amsterdam en 1942, con el mariscal Goering como comprador y Van Meegeren como
vendedor, por un precio de 1.650.000 florines.
Van Meegeren fue arrestado,
y protestó sobre la autenticidad de la obra y la validez del contrato hasta que
se dio cuenta de que su insistencia iba a costarle ser ejecutado por el delito
de vender el patrimonio nacional al enemigo. Entonces confesó ser él mismo el
autor del cuadro, así como del “Emaús” y de otras piezas tenidas por
auténticos Vermeer; entre ellas, “El lavatorio de pies”, adquirido por el
Rijksmuseum en 1943, y “La bendición de Jacob”, comprada el mismo año por el coleccionista
W. van der Vorm.
Van Meegeren no fue
creído al principio. Holanda prefería con mucho tener media docena de obras
maestras de Vermeer auténticas y a un colaboracionista ahorcado. El juicio fue
resonante. Van Meegeren se ofreció a pintar en directo un “vermeer” ante sus
acusadores. Lo hizo así. Fue filmado mientras pintaba un “Jesús entre los
doctores” y daba las explicaciones pertinentes sobre el uso de pigmentos
antiguos (lapislázuli en lugar de cobalto para los azules), los pinceles de
piel de comadreja, el trabajo a partir de un cuadro de la época en el que se hacían
coincidir partes antiguas con zonas de la nueva composición, o bien la forma de
tratar las grietas de la pintura antigua a fin de hacerlas aparecer también en
las partes repintadas. También enseñó la jarra del siglo XVII y los mapas antiguos
que había adquirido y pintado en algunas de sus falsificaciones a modo de plus
de autenticidad.
Fue condenado en
1947 por falsificación, ya no por traición, y murió en el mismo año de su
condena. Sus herederos subastaron los falsos Vermeer en 1950, y solo reunieron
226.599 florines en lugar de los millones que esperaban. Con cierto fundamento;
el crítico A.B. de Vries, en una monografía sobre Vermeer aparecida en 1945,
había calificado el “Encuentro en Emaús” de «milagro de la pintura».