domingo, 26 de febrero de 2017

EL HOMBRE QUE FUE VERMEER

Debo la información sobre el falsario de Vermeer a Juan Ruiz (RuiValdivia en el universo bloguero), que me la pasó a raíz de mi post “El mito del genio solitario”. En sustancia, el relato que aparece a continuación sigue fielmente a Piero Bianconi, en su Apéndice a "La obra pictórica de Vermeer", publicado en España por Noguer-Rizzoli (1968).


Hubo, en particular en los años treinta del siglo pasado, una “fiebre Vermeer” similar a la fiebre del oro en California y en Alaska, el siglo anterior. La firma del pintor de Delft se cotizaba cara, y cualquiera podía hacerse rico de repente si descubría en un desván o un altillo un óleo polvoriento en el que estuviera estampada la firma de un artista que durante dos siglos no había significado nada para nadie.
El paso siguiente a la búsqueda de tesoros ocultos fue fabricarlos directamente y ponerlos en circulación. En 1930, por ejemplo, produjo sensación la exposición en la Gemäldegalerie de Munich de una “Vista de Delft” parecida a la canónica, aunque enfocada desde un ángulo algo diferente. El revuelo duró dos años, hasta que un experto comprobó que se había utilizado un cuadro antiguo con unas casas rústicas junto a un estuario, y se le habían añadido mucho después otras arquitecturas urbanas, en particular la muy reconocible silueta de la Iglesia Nueva de Delft.
Muy distinto fue el caso de una escena íntima de carácter religioso, “Encuentro en Emaús”, descubierta en 1937 y con la firma de Vermeer estampada. Después de pasar airosa los habituales controles de los expertos (resistencia de los colores a los disolventes, análisis del albayalde, examen microespectroscópico de sustancias colorantes), fue adquirida por la Asociación Rembrandt para el Boymans Museum de Rotterdam, por la suma de 550.000 florines. Había sido descubierta en Niza por un artista holandés, Jan Anthonius van Meegeren; el cuadro pertenecía a una familia italiana que deseaba guardar el anonimato, y podía proceder, vía repartos hereditarios, de una colección fabulosa guardada en tiempos en el castillo de Westland, Países Bajos. Los críticos se extasiaron ante las calidades de la pintura, que venía además a certificar la sospecha, apuntada ya antes de su aparición, de parámetros comunes entre la pintura religiosa de Vermeer y la de Caravaggio.
Lo que ocurrió después fue que al final de la segunda gran guerra, en 1945, entre unas obras de arte escondidas por los jerarcas nazis en unas minas de sal para resguardarlas de los bombardeos aliados, se encontró un Vermeer desconocido y directamente relacionado con el anterior: “Cristo y la adúltera”. En la documentación hallada en el mismo lugar, figuraba un contrato de compraventa realizado en Amsterdam en 1942, con el mariscal Goering como comprador y Van Meegeren como vendedor, por un precio de 1.650.000 florines.
Van Meegeren fue arrestado, y protestó sobre la autenticidad de la obra y la validez del contrato hasta que se dio cuenta de que su insistencia iba a costarle ser ejecutado por el delito de vender el patrimonio nacional al enemigo. Entonces confesó ser él mismo el autor del cuadro, así como del “Emaús” y de otras piezas tenidas por auténticos Vermeer; entre ellas, “El lavatorio de pies”, adquirido por el Rijksmuseum en 1943, y “La bendición de Jacob”, comprada el mismo año por el coleccionista W. van der Vorm.
Van Meegeren no fue creído al principio. Holanda prefería con mucho tener media docena de obras maestras de Vermeer auténticas y a un colaboracionista ahorcado. El juicio fue resonante. Van Meegeren se ofreció a pintar en directo un “vermeer” ante sus acusadores. Lo hizo así. Fue filmado mientras pintaba un “Jesús entre los doctores” y daba las explicaciones pertinentes sobre el uso de pigmentos antiguos (lapislázuli en lugar de cobalto para los azules), los pinceles de piel de comadreja, el trabajo a partir de un cuadro de la época en el que se hacían coincidir partes antiguas con zonas de la nueva composición, o bien la forma de tratar las grietas de la pintura antigua a fin de hacerlas aparecer también en las partes repintadas. También enseñó la jarra del siglo XVII y los mapas antiguos que había adquirido y pintado en algunas de sus falsificaciones a modo de plus de autenticidad.

Fue condenado en 1947 por falsificación, ya no por traición, y murió en el mismo año de su condena. Sus herederos subastaron los falsos Vermeer en 1950, y solo reunieron 226.599 florines en lugar de los millones que esperaban. Con cierto fundamento; el crítico A.B. de Vries, en una monografía sobre Vermeer aparecida en 1945, había calificado el “Encuentro en Emaús” de «milagro de la pintura».