Afirmaba Guy
Standing, no sé si seguirá aún en las mismas, que el precariado es una nueva
clase social, con potencialidades ciertas de constituirse en el nuevo sujeto
revolucionario del siglo XXI.
Marró el tiro. El
precariado no es una clase sino una forma de vida y un paisaje social. Y no afecta solo a “los
de abajo”, es ampliamente transversal.
El maestro Daniel
Innerarity habla hoy en elpais de la “volatilidad” de la política. Mirada desde
otro ángulo, esa volatilidad se configura como precariedad.
Gente de toda la
vida, educada para una larga duración en el mando, como Artur Mas, como Mariano Rajoy,
como Susana Díaz, ha recibido inesperadamente el finiquito forzoso y pasado a
formar parte de las clases aproximadamente pasivas de la política. Los ERE
forman parte ya también de su vida, no tan solo de la nuestra.
Nadie lo vio venir,
pero tiene una lógica profunda. La estabilidad de la política estaba basada en
la extensión y la solidez de las clases medias. Las clases medias instaladas sabían
en todo momento a quién votar, en las municipales, las autonómicas, las
generales y las europeas. No en todos los casos votaban a los mismos, desde
luego; en ese aspecto había matices importantes. Pero en todos los casos se
formaban mayorías amplias, como consecuencia de la existencia de un fondo
social de consenso que deparaba, con matices, siempre un output aproximadamente previsible.
Ahora no ocurre
así. Si las personas cambian de empleo más o menos una vez al mes, y en muchos
casos una vez a la semana, y recorren todo un abanico de “oficios” varios para
los que nadie les proporciona aprendizaje ni formación básica, ¿cómo quieren que
voten de forma estable a quienes les castigan con semejante trato y les abocan cada
vez con más frecuencia a la oficina de empleo o al Infojobs, por no hablar del
círculo infernal dantesco del envío masivo de currículos con la esperanza
incierta de que fructifiquen en alguna entrevista de trabajo, para una
sustitución o un interinaje, que nunca acaba de llegar? ¿Por qué van a votar lo
que les sugieren quienes les sermonean con la milonga de que la culpa del paro
la tienen los parados, y utilizan como argumento último el “esto es lo que hay”?
No nos quejemos
entonces del auge del populismo y de la ultraderecha, del yihadismo radical y
de los radicalismos de todos los colores. Los políticos se basan para sus
promesas electorales en los sondeos demoscópicos, pero los sondeos ya no
revelan las corrientes subterráneas bajo la superficie en calma, sino el estado
de ánimo esencialmente volátil y explosivo tomado en un punto cualquiera de una
línea de opinión en diente de sierra, con toboganes que van desde los picos
debidos a encaprichamientos repentinos, hasta las depresiones profundas de la
desesperanza sin remedio.
Tal como se están
poniendo las cosas existe la tentación, entre quienes tienen las diversas
sartenes por los mangos, de prescindir de la democracia, ese engorro
subversivo, y recurrir en adelante al autoritarismo descarnado. “Esto es lo que
hay”, también. La seguridad es un valor cotizable en bolsa, y un producto de
lujo del que solo pueden disfrutar los muy ricos.
Y por ahí se llega
a las preguntas últimas. ¿Es segura la seguridad que proporcionan unos seguratas
que a saber lo que votan? ¿Garantizan algo unos cuerpos de seguridad obligados
a completar su magro salario con la implicación en tráficos diversos de
sustancias non sanctas? Dicho en latín, que es más bonito, Quis custodet ipsos custodes?
Hay respuesta para
esa pregunta. Los césares de la antigua Roma se rodearon de una guardia
pretoriana convenientemente musculada para prevenir las explosiones de
descontento de la plebe, y la estadística histórica muestra que la mayoría de
ellos perecieron a manos precisamente de sus pretorianos.
Si la sociedad está
sujeta a la precariedad, el poder es precario también. La democracia, ese “engorro
subversivo”, se inventó precisamente por esa razón.