Mari Cruz Vicente,
secretaria de Acción Sindical de CCOO, ha anunciado un preacuerdo de su
sindicato y de UGT con el gobierno, para derogar algunas normas cruciales de la
última reforma laboral. En lo más sustancial, aunque hay otras medidas, se restablecerán
la ultraactividad ilimitada de los convenios colectivos, y la prevalencia de
los convenios generales sobre los de empresa.
Dicho de otro modo,
se va a proceder a retirar la soga que colocó en su día al cuello de los
trabajadores el gobierno de Mariano Rajoy con el fin de que todo el proceso de
negociación colectiva estuviera dirigido a gusto y comodidad de los
empresarios.
Y precisamente los
representantes de los empresarios en la mesa de negociación no han querido
sumarse al preacuerdo antes mencionado. Lo cual es comprensible por un lado, y
lamentable por el otro.
Es comprensible porque para ellos se trata de una cesión
sin ninguna contrapartida. Pero ese punto de vista está sesgado. La reforma
otorgó a los empresarios, más allá del poder omnímodo de dirección que ya
poseen dentro de la empresa, otro poder de la misma naturaleza “fuera” de la
empresa. Les bastaba con negarse a acordar posiciones en la negociación de un convenio llegado a su fecha de caducidad, para que todo el
entramado establecido por las partes de derechos laborales, contrapesos y
garantías, se convirtiera en papel mojado. Se abría la puerta a la
arbitrariedad y el abuso en el interior de las empresas, ese ámbito sagrado de
libertad exclusiva para el empresario; y la actividad normal de control de las
condiciones de trabajo por parte de los sindicatos pasaba a ser una injerencia
intolerable en los derechos ilimitados de la dirección.
Si esa reforma abusiva tenía como objetivo generar
bondades en otros aspectos, está claro que fracasó en el intento. Tanto la economía (la microeconomía, quiero decir) en general, como las empresas de dimensiones pequeñas, medianas e incluso grandes en particular, no están en mejor situación que
hace cinco años. Son los grandes grupos de capital transnacional los que medran
a través de la desregulación, eluden sus obligaciones fiscales y hacen mangas y
capirotes con las reglamentaciones de trabajo establecidas.
Es lamentable que las organizaciones empresariales españolas
no hayan querido suscribir el restablecimiento de unas garantías democráticas imprescindibles
para una sana actividad laboral y económica. Que prefieran la bula que les fue
otorgada para comportarse a su aire con sus asalariados, como si los
asalariados fueran enemigos a los que hay que derrotar a toda costa; o peor, objetos
de la propiedad exclusiva de la empresa, enteramente sujetos al libre arbitrio del
empleador.
He contado en otra ocasión lo que me ocurrió hace muchos
años, cuando ejercía de dirigente sindical, en una empresa papelera de tamaño
mediano que pasaba por apuros financieros en un momento de cambio tecnológico
agudo. Ofrecí al patrón la colaboración de la plantilla, con algunos
sacrificios incluidos, con la supervisión y el asesoramiento técnico del sindicato,
a lo largo del proceso de cambio y puesta a punto de las nuevas técnicas; y el
hombre respondió con un respingo: «Si tiene que venir el sindicato a dirigir “mi”
empresa, prefiero cerrar las puertas.»
No lo dijo en vano; cerró las puertas antes de no mucho
tiempo. Salió perdiendo él, y salimos perdiendo nosotros. Mantener a rajatabla
el principio de autoridad puede ser la peor política en una coyuntura
determinada. Sería conveniente que la tan alabada flexibilidad en el empleo fuera
un principio aplicable a todos, no simplemente una imposición a los asalariados
para que los empleadores incrementen sus beneficios.
Hablaba ayer en esta misma página de un nuevo contrato
social indispensable para la sostenibilidad de la economía y la preservación
del medio ambiente. Es una mala señal que el colectivo empresarial se ponga de
espaldas en esta cuestión y sitúe por delante del bien común el mantenimiento
de unos privilegios exorbitantes y poco fundamentados. Los empresarios no
están, y no pueden considerarse a sí mismos, a salvo del tsunami financiero
provocado desde intereses globales muy ajenos a sus preocupaciones principales.
Hay muchos pequeños y medianos empresarios en las listas
del paro, compartiendo la misma desgracia de tantos trabajadores a los que siguen
considerando, por inercia, sus adversarios máximos y más irreconciliables.