«Estas clases medias empobrecidas y airadas están
buscando representación política para salir de su ostracismo». Lo dice Antón Costas en lavanguardia, y añade: «Si los partidos tradicionales de
centroizquierda y centroderecha no saben dar respuesta a sus demandas, buscarán
la representación política en los partidos populistas.»
Es más o menos la
regla de tres que guio a Podemos en su nacimiento: propiciar una fuerte movida
de “los de abajo” contra “los de arriba”. Utilizar la ventaja numérica
abrumadora del 99% frente al 1%.
Estamos viendo que
las cosas no son tan sencillas y que el “empoderamiento” transversal de la
ciudadanía contra la “casta” es un término vacío, sin efectos perceptibles. La
demagogia aneja a esa partición de la sociedad en dos bandos enfrentados tiende
a refugiarse más bien en las nostalgias turbias del pasado, en la adhesión
pasional a meros símbolos de pertenencia (banderas, relatos, tipismo) que
ocultan la cruda desposesión de bienes materiales efectivos.
Es así como el
futuro se ha ido convirtiendo para todos en un país extraño (lo dijo Josep
Fontana). Hoy el populismo es sobre todo un mecanismo útil a las derechas.
Y es a las derechas
sobre todo a quienes se dirige el artículo de Costas, que propone un “populismo
económico” como el preconizado por Dani Rodrik. El razonamiento que esgrime es
el siguiente: «Las democracias de las
economías desarrolladas no podrán sostenerse con niveles de desigualdad y
pobreza como los actuales. No pueden ser gobernadas solo en beneficio del 1%
más rico… Por eso necesitamos un nuevo contrato social del estilo del logrado
tras la Gran Depresión de los años treinta y la Segunda Guerra mundial,
mediante el cual aquellos a los que les iba bien se comprometieron a no dejar
atrás a nadie.»
Las alertas urgentes
están ahí. La última en Estrasburgo, con un delincuente multirreincidente y
radicalizado disparando sobre todo lo que se movía en una feria de belenes, mientras
gritaba “Allahu Aqbar”. Disparaba contra los transeúntes apuntando por
elevación a dos grandes símbolos, la arquitectura europea y el orden religioso oficialmente
establecidos.
Las alertas están
ahí, en efecto. Pero si vamos a marchar todos hacia una renovación del gran
contrato social de la posguerra, tan necesaria va a ser la segunda parte
contratante como la primera. No se trata de que quienes “les va bien” se
comprometan a “no dejar atrás a nadie”. Habrá que encontrar en el vasto pluriverso
de las puteadas clases asalariadas de los distintos países las conexiones, las
complicidades, los elementos de síntesis, los programas y las líneas rojas de
defensa, para formar alianzas estables y acudir con planteamientos propios muy
claros a esa llamada a una nueva concertación en profundidad, que habrá de
dotarse de una perspectiva de simetría variable con la que negociar escalonadamente
en todos los niveles, desde el ámbito local hasta la dimensión global.
De lo que se trata,
en la nueva encrucijada en la que nos encontramos después de la galopada
frenética y devastadora de las elites financieras, es de recuperar para el
conjunto de los trabajadores el papel que corresponde a una clase dirigente.
Es decir, una
clase capaz de negociar no solo para sí, sino para toda la sociedad, y de encontrar
soluciones viables para los problemas de todas las partes implicadas. Una clase
capaz de diseñar un futuro convertido por fin en un país propio, cercano y
amistoso.
El populismo es
otra cosa, de la que muy bien podemos prescindir.