sábado, 22 de diciembre de 2018

EL NACIMIENTO DE LA NIÑA JESUSA


Este cuento fue publicado en las Navidades de 2011 en LR (“La Revista”) de la Asociación Hispanohelena de Atenas. Fue un encargo ex profeso. La responsable de la publicación había visto por casualidad una pequeña colección de historias escritas por mí para mis nietos, pidió permiso para publicarlas y me pidió una colaboración especial para el número de las fiestas. Aparecían en aquellas historias la golondrina Alicia, que siempre aspira a volar más alto; la ovejita Lucera, curiosa por conocer el mundo; y sus amigos Guardián, un perro muy sensato y celoso de su deber; el gavilán Brutón, al que hay que repetir una y otra vez que los amigos no se comen (“¿por qué no?”, pregunta desconcertado); la cigüeña Clotilde, excelente oradora que ejerce de mensajera, y otros bichos que habitan e interactúan en un lugar muy alto de las montañas.
Para esta nueva aparición, he modificado el cuento original en algunos detalles. Lo ofrezco aquí con ánimo de celebrar con los lectores estas fiestas, y todas las que se animen a venir detrás.

Llegó gente nueva a las montañas. El primero en verles fue el gavilán Brutón y bajó hasta los prados a contarlo a la ovejita Lucera y el perro Guardián.

“Están en el establo viejo. No se quedarán mucho tiempo, aquello no tié condiciones”, explicó Brutón.

Era ya invierno. Hacía más de un mes que la cigüeña Clotilde, primero, y la golondrina Alicia casi enseguida, se despidieron de todos hasta la primavera y volaron a tierras más calurosas. El viento era frío, las cumbres de los siete picos estaban blancas como la harina, y las ovejitas pasaban la mayor parte del tiempo encerradas en el aprisco.

Los tres amigos se acercaron al establo viejo. Una mujer lo estaba barriendo con unas ramas y un hombre subía del río cargado con un cántaro lleno de agua. Delante del portal del establo esperaba una mula con unas alforjas repletas.

“Sé quiénes son”, dijo Guardián. “Les han echado esta mañana de la posada porque se les había acabado el dinero.”

“¿Con este frío los han echao?”, dijo Brutón. “Es que en esta tierra ya no hay caridá?”

“La mujer está muy gorda”, dijo Lucera.

“Porque está esperando un niño”, le explicó Guardián.

“Qué tonta, no me había dado cuenta”, dijo Lucera.

A media tarde aún seguían por allí Guardián, Brutón y Lucera, y también la ardilla Pizpireta y la lechuza Leocadia, todos para ver cómo se las apañaban los nuevos vecinos. El hombre colocó unas piedras grandes delante del portal del establo y trajo varios montones de leña para encender el fuego.

“¿Habrá bastante leña?”, le preguntó la mujer.

“No, porque va a helar y el fuego tendrá que estar encendido toda la noche. Voy a buscar más”, dijo el hombre.

Él se fue al bosque y la mujer bajó al río a lavarse la cara, las manos y los pies. Luego se soltó las horquillas del pelo y se lo desenredó con un peine de nácar. Tenía los ojos muy grandes, y los cabellos oscuros relucían al sol encendido del atardecer. Los peces que bebían en el río saltaban y asomaban la cabeza fuera del agua para verla mejor.

La mujer subió al establo, sacó de las alforjas de la mula una sábana blanca y la extendió sobre el pesebre bien barrido.

El hombre volvió del bosque con más leña. “Verás qué cómodos vamos a estar aquí. Ni en un palacio”, dijo.

Se acercó a curiosear el buey Zabulón, un animal muy tranquilo que nunca se daba prisa por nada, y todo le daba lo mismo. “Si no le importa, señor buey”, le dijo el hombre, “véngase aquí a pasar la noche. Hay sitio para todos, y si se echa de este lado, y mi mula Torda de este otro, estarán calientes y cortarán el viento para que no apague el fuego.

“Vale”, dijo Zabulón, que era de buen conformar; y se echó donde le decía el hombre. El fuego estuvo encendido en un periquete. El hombre rebuscó en el zurrón y solo encontró un tarugo de pan duro y unas cortezas de queso.

“No tenemos gran cosa para cenar”, dijo a la mujer.

“A mí me da igual”, comentó ella. “No tengo apetito.”

“Pues mira tú qué raro, yo tampoco”, dijo el hombre. No parecían muy convencidos ninguno de los dos, al decirlo.

“¡Están muertos de gana, vamos a buscarles cena!”, dijo Lucera a sus amigos. Salieron todos corriendo y volvieron al poco. Lucera traía dos huevos puestos aquel mismo día por la gallina Cloqueta; Brutón, medio jamón de la despensa del granjero; Guardián, un pote de leche recién ordeñada de la vaca Manchada; Pizpireta, un montón de nueces, y Leocadia, tres manzanas del árbol del huerto.

“¡Oh, qué amables!”, les dijo el hombre al ver los regalos. “Esto va a ser un festín.” La mujer, al ver las provisiones, dijo que ahora caía en la cuenta de que sí tenía un poco de apetito.

Asomaron la cabeza en un rincón dos ratones dispuestos a roerle los calzones al hombre, y Brutón se lanzó furioso contra ellos:

“¡Hase visto esvergüenza!”, comentó enfurruñado después de ahuyentarlos.

Se despidieron de los nuevos vecinos mientras estos preparaban la cena. Brutón voló hasta su nido en lo más alto de los siete picos, Pizpireta trepó por un abeto hasta meterse en el hueco del tronco que había forrado con ramitas y musgo, y Lucera volvió al aprisco y les contó las novedades a sus hermanas la Cariblanca, la Susana, la Pecosa y la Patascortas. Leocadia y Guardián se quedaron junto al establo para vigilar.

En mitad de la noche entró Leocadia por el ventanuco del aprisco para despertar a Lucera.

“¡Ya ha nacido!”, gritaba. “¡Es una niña!”

Lucera se escurrió por debajo de la tranca, frotándose los ojos. Estaba muy oscuro pero el hombre había encendido un fuego tan grande que el establo resplandecía como una gran estrella en medio de la noche. Guardián y Brutón se habían plantado delante del portal para no perder detalle. La niña recién nacida lloraba. La mujer la lavó con agua caliente, la vistió con una camisita y unos pañales y la envolvió con una toquilla. La niña no callaba.

“Tiene frío”, dijo el hombre.

“Tiene frío”, repitieron Guardián, Brutón, Leocadia y Lucera.

La mujer tapó a la niña con más mantas. Entonces sonaron las campanadas de la medianoche en la torre de la iglesia, y salieron niños por las calles del pueblo con panderetas y zambombas, y cantaron villancicos porque era la nochebuena. La recién nacida dejó de llorar, y alargó una manita para tocar el morro sonrosado de Lucera, que la miraba embobada. ¡Era la niña más bonita del mundo!

Se oyó un revoloteo y Lucera levantó la cabeza al cielo. Venían volando la golondrina Alicia y la cigüeña Clotilde, y se posaron en una rama baja del pino que crecía junto al establo.

“¿Cómo habéis vuelto ya?”, les preguntó Lucera.

“Vienen de camino con sus caballos y sus camellos la reina negra de Egipto, la reina amarilla de Oriente y la reina blanca del Norte, y nosotras las hemos acompañado”, explicó Alicia.

“Sí, bueno, las acompañamos”, dijo Clotilde.

“Y nos hemos enterado de que había nacido una niña aquí, y hemos venido a verla”, dijo Alicia.

“Sí, bueno, a verla”, dijo Clotilde.

“¡Feliz navidad!”, les deseó Lucera.

“¡Feliz navidad!”, respondieron a coro Alicia y Brutón, Guardián, Leocadia y Pizpireta. Desde el aprisco se oyeron los balidos de la Cariblanca, la Susana, la Pecosa y la Patascortas, que también deseaban a todos una feliz navidad.

“Sí bueno, feliz navidad, eso”, dijo la cigüeña Clotilde.