Este cuento fue publicado en las Navidades de 2011
en LR (“La Revista”) de la Asociación Hispanohelena de Atenas. Fue un encargo
ex profeso. La responsable de la publicación había visto por casualidad una
pequeña colección de historias escritas por mí para mis nietos, pidió permiso
para publicarlas y me pidió una colaboración especial para el número de las
fiestas. Aparecían en aquellas historias la golondrina Alicia, que siempre
aspira a volar más alto; la ovejita Lucera, curiosa por conocer el mundo; y sus
amigos Guardián, un perro muy sensato y celoso de su deber; el gavilán Brutón,
al que hay que repetir una y otra vez que los amigos no se comen (“¿por qué no?”,
pregunta desconcertado); la cigüeña Clotilde, excelente oradora que ejerce de
mensajera, y otros bichos que habitan e interactúan en un lugar muy alto de las
montañas.
Para esta nueva aparición, he modificado el cuento
original en algunos detalles. Lo ofrezco aquí con ánimo de celebrar con los lectores
estas fiestas, y todas las que se animen a venir detrás.
Llegó gente nueva a
las montañas. El primero en verles fue el gavilán Brutón y bajó hasta los
prados a contarlo a la ovejita Lucera y el perro Guardián.
“Están en el
establo viejo. No se quedarán mucho tiempo, aquello no tié condiciones”, explicó
Brutón.
Era ya invierno.
Hacía más de un mes que la cigüeña Clotilde, primero, y la golondrina Alicia
casi enseguida, se despidieron de todos hasta la primavera y volaron a tierras
más calurosas. El viento era frío, las cumbres de los siete picos estaban
blancas como la harina, y las ovejitas pasaban la mayor parte del tiempo
encerradas en el aprisco.
Los tres amigos se
acercaron al establo viejo. Una mujer lo estaba barriendo con unas ramas y un
hombre subía del río cargado con un cántaro lleno de agua. Delante del portal del
establo esperaba una mula con unas alforjas repletas.
“Sé quiénes son”,
dijo Guardián. “Les han echado esta mañana de la posada porque se les había
acabado el dinero.”
“¿Con este frío los
han echao?”, dijo Brutón. “Es que en
esta tierra ya no hay caridá?”
“La mujer está muy
gorda”, dijo Lucera.
“Porque está
esperando un niño”, le explicó Guardián.
“Qué tonta, no me
había dado cuenta”, dijo Lucera.
A media tarde aún
seguían por allí Guardián, Brutón y Lucera, y también la ardilla Pizpireta y la
lechuza Leocadia, todos para ver cómo se las apañaban los nuevos vecinos. El
hombre colocó unas piedras grandes delante del portal del establo y trajo
varios montones de leña para encender el fuego.
“¿Habrá bastante
leña?”, le preguntó la mujer.
“No, porque va a
helar y el fuego tendrá que estar encendido toda la noche. Voy a buscar más”, dijo el hombre.
Él se fue al bosque
y la mujer bajó al río a lavarse la cara, las manos y los pies. Luego se soltó
las horquillas del pelo y se lo desenredó con un peine de nácar. Tenía los ojos
muy grandes, y los cabellos oscuros relucían al sol encendido del atardecer.
Los peces que bebían en el río saltaban y asomaban la cabeza fuera del agua
para verla mejor.
La mujer subió al
establo, sacó de las alforjas de la mula una sábana blanca y la extendió sobre
el pesebre bien barrido.
El hombre volvió del bosque con más leña. “Verás qué cómodos vamos a estar aquí. Ni en un palacio”, dijo.
Se acercó a
curiosear el buey Zabulón, un animal muy tranquilo que nunca se daba prisa por
nada, y todo le daba lo mismo. “Si no le importa, señor buey”, le dijo el
hombre, “véngase aquí a pasar la noche. Hay sitio para todos, y si se echa de
este lado, y mi mula Torda de este otro, estarán calientes y cortarán el viento
para que no apague el fuego.
“Vale”, dijo
Zabulón, que era de buen conformar; y se echó donde le decía el hombre. El
fuego estuvo encendido en un periquete. El hombre rebuscó en el zurrón y solo
encontró un tarugo de pan duro y unas cortezas de queso.
“No tenemos gran
cosa para cenar”, dijo a la mujer.
“A mí me da igual”,
comentó ella. “No tengo apetito.”
“Pues mira tú qué
raro, yo tampoco”, dijo el hombre. No parecían muy convencidos ninguno de los
dos, al decirlo.
“¡Están muertos de
gana, vamos a buscarles cena!”, dijo Lucera a sus amigos. Salieron todos
corriendo y volvieron al poco. Lucera traía dos huevos puestos aquel mismo día
por la gallina Cloqueta; Brutón, medio jamón de la despensa del granjero;
Guardián, un pote de leche recién ordeñada de la vaca Manchada; Pizpireta, un
montón de nueces, y Leocadia, tres manzanas del árbol del huerto.
“¡Oh, qué amables!”,
les dijo el hombre al ver los regalos. “Esto va a ser un festín.” La mujer, al
ver las provisiones, dijo que ahora caía en la cuenta de que sí tenía un poco
de apetito.
Asomaron la cabeza
en un rincón dos ratones dispuestos a roerle los calzones al hombre, y Brutón
se lanzó furioso contra ellos:
“¡Hase visto esvergüenza!”, comentó enfurruñado
después de ahuyentarlos.
Se despidieron de
los nuevos vecinos mientras estos preparaban la cena. Brutón voló hasta su nido
en lo más alto de los siete picos, Pizpireta trepó por un abeto hasta meterse
en el hueco del tronco que había forrado con ramitas y musgo, y Lucera volvió
al aprisco y les contó las novedades a sus hermanas la Cariblanca, la Susana,
la Pecosa y la Patascortas. Leocadia y Guardián se quedaron junto al establo para
vigilar.
En mitad de la
noche entró Leocadia por el ventanuco del aprisco para despertar a Lucera.
“¡Ya ha nacido!”,
gritaba. “¡Es una niña!”
Lucera se escurrió
por debajo de la tranca, frotándose los ojos. Estaba muy oscuro pero el hombre
había encendido un fuego tan grande que el establo resplandecía como una gran
estrella en medio de la noche. Guardián y Brutón se habían plantado delante del
portal para no perder detalle. La niña recién nacida lloraba. La mujer la lavó
con agua caliente, la vistió con una camisita y unos pañales y la envolvió con
una toquilla. La niña no callaba.
“Tiene frío”, dijo
el hombre.
“Tiene frío”,
repitieron Guardián, Brutón, Leocadia y Lucera.
La mujer tapó a la
niña con más mantas. Entonces sonaron las campanadas de la medianoche en la
torre de la iglesia, y salieron niños por las calles del pueblo con panderetas
y zambombas, y cantaron villancicos porque era la nochebuena. La recién nacida
dejó de llorar, y alargó una manita para tocar el morro sonrosado de Lucera,
que la miraba embobada. ¡Era la niña más bonita del mundo!
Se oyó un revoloteo y Lucera levantó la cabeza
al cielo. Venían volando la golondrina Alicia y la cigüeña Clotilde, y se
posaron en una rama baja del pino que crecía junto al establo.
“¿Cómo habéis vuelto ya?”,
les preguntó Lucera.
“Vienen de camino con
sus caballos y sus camellos la reina negra de Egipto, la reina amarilla de
Oriente y la reina blanca del Norte, y nosotras las hemos acompañado”, explicó
Alicia.
“Sí, bueno, las
acompañamos”, dijo Clotilde.
“Y nos hemos
enterado de que había nacido una niña aquí, y hemos venido a verla”, dijo
Alicia.
“Sí, bueno, a verla”,
dijo Clotilde.
“¡Feliz navidad!”,
les deseó Lucera.
“¡Feliz navidad!”,
respondieron a coro Alicia y Brutón, Guardián, Leocadia y Pizpireta. Desde el
aprisco se oyeron los balidos de la Cariblanca, la Susana, la Pecosa y la
Patascortas, que también deseaban a todos una feliz navidad.
“Sí bueno, feliz
navidad, eso”, dijo la cigüeña Clotilde.