Construcción de la Torre de Babel. Miniatura del Libro de Horas de Bedford (hacia 1410-1430), British Library.
La idea se le atribuye
tradicionalmente a Nemrod, rey de Asur, y era magnífica. Los humanos ya habían
visto cómo las gastaba Yavé: en el tema de la Creación, empezó por ahorrar
escandalosamente en los materiales (hizo al varón de barro deleznable, y aún
aprovechó las sobras ─ una costilla ─ para despachar low cost a su compañera); y, por si fuera poco, no descuidó colocar
a la serpiente en el llamado hiperbólicamente paraíso terrenal (no era para
tanto; en el TripAdvisor no habría sacado más de 3 puntos sobre 5). Luego
vinieron las represalias por una triste manzana, mediante un ángel antidisturbios
provisto de espada de fuego. Después, como la humanidad seguía abocada al
despeñadero, empeñada quizás en seguir comiendo manzanas sin tasa, Yavé ordenó un
Diluvio.
Según la Biblia, «le
pesó a Yavé de haber hecho al hombre en la tierra». Solo Noé «halló gracia a
sus ojos»; todos los demás perecieron así, de un plumazo. A Noé, patriarca y
todo como era, le quedaron secuelas psicológicas de aquella destrucción
traumática. Bebía a escondidas, y en una ocasión al menos de modo notorio
porque se quedó tendido en pelota picada en su tienda. No es una historia
edificante, pero se entiende. Ser un elegido de Yavé tenía muchos bemoles en
aquellos tiempos: uno no era precisamente el más popular del barrio.
Así fue como Nemrod
habría tenido la idea de prevenir futuras colerinas del Baranda supremo
edificando una torre que llegara hasta el cielo y en consecuencia no pudiera quedar sumergida por un nuevo diluvio. La torre pretendía ser además
un punto de referencia para todas las gentes que andaban dispersas y
desorientadas por aquella primera gran globalización. «Hagámonos famosos y no
andemos más dispersos sobre la faz de la Tierra», propuso Nemrod, siempre según
el Génesis.
Y Asur se puso al
trabajo según las instrucciones de su cabecilla, de forma ordenada y
responsable. El edificio empezó a crecer que daba gusto. La gente colaboraba de
buen rollo. Había un objetivo común: evitar futuras catástrofes y lanzar a
todas las gentes un mensaje fuerte de unidad y de cooperación.
Fue aquello lo que
le resultó insoportable a Yavé. Volvamos a la Biblia (palabra de Dios) para
escucharle: «He aquí que todos forman un solo pueblo y todos hablan
una misma lengua; siendo este el principio de sus empresas, nada les impedirá
que lleven a cabo todo lo que se propongan. Pues bien, descendamos y allí mismo
confundamos su lenguaje de modo que no se entiendan los unos con los otros.»
Así dispersó Yavé a
todas las estirpes sobre la faz de la Tierra.
La historia tiene
un aire inequívoco de actualidad. Ponga usted “gobernanza de los mercados
financieros” donde dice “Yavé”, y “Brexit, procés”, etc., donde la confusión de
lenguas, y le parecerá estar leyendo la prensa diaria en lugar de la Biblia en
verso.
Fue la primera gran
ocasión para la humanidad, malbaratada por una reacción violenta de las
superestructuras. Hoy hacen falta dos, tres, mil torres de Babel, como predicamos
en su día de Vietnam, que nos dejó tan buen sabor de boca.