domingo, 30 de diciembre de 2018

EL ESTADO, EN PELIGRO DE EXTINCIÓN


En Ctxt he encontrado más combustible para mis reflexiones recurrentes sobre la crisis en el panorama político actual del Estado ─ ese Leviatán, esa torre de Babel alzada contra la gobernanza divina que algunos han llamado “derecho natural” ─, y sobre la necesidad de acudir a rescatarlo desde las posiciones de una izquierda no estatalista.

Me refiero a la entrevista que Guillem Martínez ha hecho a Emmanuel Rodríguez, sociólogo e historiador (1). Lo que dice Guillem Martínez es siempre interesante; también me ha parecido de enjundia lo que expresa su entrevistado. No quiero decir que comparta sus ideas al cien por cien; solo que estas plantean un debate que me parece provechoso.

Cliqué en la entrevista intrigado además por el titulillo que habían colocado en Público: «Hoy es más importante tener sindicatos que una clase política fetén.» Suscribo el concepto. Sobre todo porque no creo en la existencia, ni ahora ni en ningún otro momento de la historia, pasado o futuro, de una “clase política fetén”.  

Creo en la política hecha entre todos, no entre gente “fetén”. Creo que el Estado es una superestructura que gravita pesadamente sobre la sociedad. Creo que la existencia del Estado responde a un contrato social expreso o, con mucha mayor frecuencia, inexpresado.

Esta es la introducción de Martínez a la entrevista: «En el siglo XX, existía una cosa que se llamaba revolución. Consistía en tomar el Estado. De una forma u otra, la política, transformadora o no, ha consistido en algo parecido. En tomar, en ganar, en acercarse, en estar en el Estado.»

Es más cierto que en el siglo XX se delinearon dos izquierdas, dos políticas transformadoras (para aclararnos mejor, deberíamos llamarlas “emancipadoras”) diferentes. Una preconizó, por la vía armada o por la pacífica, una “guerra de movimiento” dirigida a la toma del Estado, es decir al apoderamiento por parte de las mayorías de los resortes efectivos del poder político y económico, para organizar una distribución más equitativa de los recursos y una selección más racional de los proyectos.

La otra concepción política intuyó el espejismo implícito en esa utilización de las estructuras existentes para un pilotaje alambicado hacia realidades nuevas, sorteando los innumerables escollos. Y optó por una “guerra de posiciones” consistente en remover primero las estructuras, y avanzar a partir de una “transformación molecular”, no hacia un surplus de poder, sino hacia una emancipación real: hacia formas de relación, de convivencia y de cooperación distintas.

Es obvio, con solo hojear los libros de historia, que la opción “vincente” (la expresión es de Bruno Trentin), la que se impuso en la práctica, fue la primera, la estatalista. Aquello configuró una nueva teología, con sus dogmas indiscutibles y su lucha feroz contra los “herejes”. Se reinterpretó el viejo adagio «Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura»; ahora el reino de Dios era el Estado soberano, flamante, reluciente, con todas sus potencialidades prestas a irradiar poder, a “empoderar” según expresión del mundo anglosajón puesta recientemente de moda en nuestras latitudes. El resto que vendría “por añadidura” sería la disolución progresiva de todas las contradicciones generadas por la hegemonía del capital.

A la ascensión del Estado concebido como esfera monopolizadora de todos los poderes, ha seguido su caída, convenientemente acompañada por dosis masivas de estrépito y de furia. En la teoría de la aldea global, nada se interpone entre las miríadas de individuos desempoderados y la gobernanza infalible de los algoritmos. La idea misma de cambio es absurda. La Historia ha llegado a su fin. No Hay Alternativa. Cualquier programa de “asalto a los cielos” es, en consecuencia, mero flatus vocis.

Es hora para la política de redefinir sus opciones. De abandonar el mainstream de tantos años y tantos fracasos sucesivos, y echar mano de los “herejes”. Convencerse de que la “guerra de posiciones” no era simplemente una estrategia distinta para llegar al mismo fin (el poder omnímodo), sino un proyecto distinto que implica un trayecto diferente hacia un objetivo alternativo.

Los sindicatos son muy importantes hoy, en efecto. Todas las organizaciones intermedias lo son, porque su sentido es centrípeto, aglutinador. Contribuyen a amalgamar una sustancia humana que se encuentra en estado creciente de desagregación. En el mismo sentido también, entiendo, es importante el Estado ─ el Estado democrático, la precisión es necesaria ─ despojado ya de su pretensión prepotente de soberanía indiscutida, como una instancia útil para la protección y el bienestar colectivos y como fortaleza avanzada en el objetivo de rellenar el vacío inmenso que se ha abierto entre el individuo inerme y el nuevo Leviatán, la dictadura de las finanzas globales.

Se trata hoy de renovar el viejo contrato social rousseauniano, de apuntalar el constructo estatal con la participación masiva y el pleno apoyo de la sociedad civil, la cual (lo dijo Gramsci) “es” también Estado.

Un Estado liberado de su complejo solipsista y de su prepotencia, y reconducido a escala humana por la vía de la democracia representativa, de la construcción federal y de la delegación permanente de funciones hacia los ámbitos inferiores.