lunes, 24 de diciembre de 2018

PENSAMIENTO DÉBIL


Gaspar Llamazares lo ha hecho exactamente al revés. Si usted o yo formáramos parte de la dirección federal de Izquierda Unida ─ o, para que no se me diga que estoy señalando con el dedo, de la dirección, federal o no, de un partido político cualquiera, de izquierda o no ─, y quisiéramos formar un grupo nuevo y más chulo con el que presentarnos a las elecciones, empezaríamos por dimitir de nuestro cargo.

Es lo que dictan, digamos, las normas elementales de la lógica aristotélica, por no hablar de la cortesía. No es que uno no pueda estar al mismo tiempo dentro y fuera de una organización, trabajando simultáneamente a favor y en contra de ella. Sí se puede, obviamente. Pero no “se debe” hacer tal cosa. Está feo.

Llamazares lo ha hecho, y solo ha dimitido al final, después de la bronca. Ha declarado además, muy digno, que dimite debido a “la campaña de linchamiento de que ha sido objeto”. Él no ha hecho nada mal, dice. Toda la culpa es de sus “ex - aún” camaradas de la dirección.

Me temo que se está extendiendo cada vez más una falla estructural en el pensamiento político occidental, que consiste en exigir puntillosamente todos los derechos, franquicias, sinecuras y momios varios que a uno le son debidos, y pasar en cambio de puntillas por las obligaciones y responsabilidades que se suponen anejas al cargo que se ocupa. Podemos llamar a ese fenómeno “pensamiento débil”. Hay epidemia de tal cosa.

Pongo por segundo ejemplo a Elsa Artadi, cuando ha recomendado a Pedro Sánchez que decida de una vez si quiere tomar sus propias decisiones o seguir siendo una marioneta de otros. Severas palabras, pero no las más oportunas viniendo como vienen de la portavoz del Govern de Cataluña, cuyo presidente “en ejercicio” (acéptenme el eufemismo), Quim Torra, apenas gobierna más allá de la reclamación de las reglas de protocolo concernientes al estadista que tiene el mando de una república reconocida en el concierto de las naciones. (“¡La República no existe, imbécil!”, le gritó a un manifestante un mosso al que desde Sant Jaume o desde Waterloo, vaya usted a saber, se ha dado la orden de investigar.)

La situación precaria que acogota al Govern català si, como decía Artadi al señalar la paja en el ojo ajeno, quiere tomar sus propias decisiones en lugar de seguir siendo indefinidamente una marioneta, la ha dejado dolorosamente patente Elisenda Paluzíe, mandamás de la ANC, que ha advertido al actual Govern de que si no se ve capaz de llevar a cabo la tarea de implementar la República catalana según el mandato popular del 1-O, que lo diga y no hay problema: se quita este Govern y se pone otro.

No cabe duda de que doña Elisenda se siente con pantalones suficientes para quitar y poner gobiernos cuando se le antoje, pero me temo que incurre en otra manifestación de pensamiento débil, parecida a la de Llamazares. A saber, ostenta un desconocimiento grande (inmenso, diría yo; ilimitado, oceánico) de cómo se pone y se quita un gobierno en el mundo prolijamente garantista en el que vivimos.

Que no basta con una votación a mano alzada en la asamblea, señora. Que esto tiene otros entresijos. Ocupar la calle está bien, como principio; pero si el independentismo de pensamiento débil acaba por despeñarse desde su ventana de oportunidad, ocupar la calle se le va a poner considerablemente más caro.

Se lo dice alguien que tiene alguna experiencia de lo que fue ocupar las mismas calles en circunstancias muy distintas de las actuales.