Gaspar Llamazares
lo ha hecho exactamente al revés. Si usted o yo formáramos parte de la
dirección federal de Izquierda Unida ─ o, para que no se me diga que estoy
señalando con el dedo, de la dirección, federal o no, de un partido político
cualquiera, de izquierda o no ─, y quisiéramos formar un grupo nuevo y más
chulo con el que presentarnos a las elecciones, empezaríamos por dimitir de
nuestro cargo.
Es lo que dictan,
digamos, las normas elementales de la lógica aristotélica, por no hablar de la cortesía.
No es que uno no pueda estar al mismo tiempo dentro y fuera de una organización,
trabajando simultáneamente a favor y en contra de ella. Sí se puede, obviamente.
Pero no “se debe” hacer tal cosa. Está feo.
Llamazares lo ha
hecho, y solo ha dimitido al final, después de la bronca. Ha declarado además, muy
digno, que dimite debido a “la campaña de linchamiento de que ha sido objeto”.
Él no ha hecho nada mal, dice. Toda la culpa es de sus “ex - aún” camaradas de
la dirección.
Me temo que se está
extendiendo cada vez más una falla estructural en el pensamiento político occidental, que consiste en exigir puntillosamente todos los derechos, franquicias,
sinecuras y momios varios que a uno le son debidos, y pasar en cambio de
puntillas por las obligaciones y responsabilidades que se suponen anejas al
cargo que se ocupa. Podemos llamar a ese fenómeno “pensamiento débil”. Hay
epidemia de tal cosa.
Pongo por segundo
ejemplo a Elsa Artadi, cuando ha recomendado a Pedro Sánchez que decida de una
vez si quiere tomar sus propias decisiones o seguir siendo una marioneta de
otros. Severas palabras, pero no las más oportunas viniendo como vienen de la
portavoz del Govern de Cataluña, cuyo presidente “en ejercicio” (acéptenme el
eufemismo), Quim Torra, apenas gobierna más allá de la reclamación de las
reglas de protocolo concernientes al estadista que tiene el mando de una
república reconocida en el concierto de las naciones. (“¡La República no existe,
imbécil!”, le gritó a un manifestante un mosso
al que desde Sant Jaume o desde Waterloo, vaya usted a saber, se ha dado la
orden de investigar.)
La situación
precaria que acogota al Govern català si, como decía Artadi al señalar la paja
en el ojo ajeno, quiere tomar sus propias decisiones en lugar de seguir siendo
indefinidamente una marioneta, la ha dejado dolorosamente patente Elisenda
Paluzíe, mandamás de la ANC, que ha advertido al actual Govern de que si no se
ve capaz de llevar a cabo la tarea de implementar la República catalana según
el mandato popular del 1-O, que lo diga y no hay problema: se quita este Govern
y se pone otro.
No cabe duda de que
doña Elisenda se siente con pantalones suficientes para quitar y poner gobiernos cuando se le
antoje, pero me temo que incurre en otra manifestación de pensamiento débil,
parecida a la de Llamazares. A saber, ostenta un desconocimiento grande
(inmenso, diría yo; ilimitado, oceánico) de cómo se pone y se quita un gobierno
en el mundo prolijamente garantista en el que vivimos.
Que no basta con
una votación a mano alzada en la asamblea, señora. Que esto tiene otros
entresijos. Ocupar la calle está bien, como principio; pero si el
independentismo de pensamiento débil acaba por despeñarse desde su ventana de
oportunidad, ocupar la calle se le va a poner considerablemente más caro.
Se lo dice alguien
que tiene alguna experiencia de lo que fue ocupar las mismas calles en circunstancias
muy distintas de las actuales.