Elisa Martín Ortega
escribe en elpais una elegía por Woody Allen, a la que me sumo. No me parece ni
medio bien lo que al parecer hizo con sus hijas adoptivas, pero echo de menos
sus películas. No especialmente las primeras, que es lo que dice todo el mundo.
Durante mucho tiempo Allen ha cargado sobre sus espaldas la equívoca fama de ser
un humorista. No es incierto, pero sí reductivo; el humor es considerado un
género menor. Cervantes o Chejov pusieron mucho humor en sus obras, pero clasificarlos como
humoristas sería desmerecer su categoría y sus méritos para figurar en el canon literario
universal.
De modo semejante y
salvadas las distancias, también Allen lo ha hecho muy bien en el género del
humor, pero como cineasta lo ha hecho mejor todavía.
Escribo “cineasta”
y de inmediato me doy cuenta del posible malentendido. A mí no me gusta el cine considerado desde el ángulo de la técnica.
Me gustan, eso sí, las buenas historias bien contadas con la cámara.
No caigo de
rodillas ante un contrapicado de Orson Welles; Orson Welles más bien me la
suda, disculpen la expresión. Pero hubo un tiempo en el que, cuando aparecía en
cartelera “la última” de Woody Allen, era mi preferida indiscutible en el
momento de elegir plan para una velada fuera de casa.
“No vale nada”, me
decía alguien; o “no es de las mejores suyas”. Para mí, la peor película de
Allen era preferible al mejor de otros productos comerciales que se instalaban
durante meses en las salas oscuras más exclusivas.
Había una razón
para ello: en el cine de Allen no hay efectos especiales. Los efectos
especiales son, en mi opinión y parafraseando a Shakespeare, el ruido y la
furia que acompañan la nula significación de un cuento contado por un idiota.
Allen trabajaba sus
propios guiones (salvo alguna excepción que no tengo en mente), recurría como
intérpretes a amigos/as actores que rebajaban drásticamente sus exigencias
económicas habituales por tratarse de él, y rodaba en escenarios próximos
historias sencillas que no requerían alardes de vestuario ni de reconstrucción
histórica.
Su secreto siempre
ha sido que tenía cosas que contar. Cosas que nos enganchan a personas
absolutamente indiferentes a los prodigios técnicos que es capaz de alumbrar la
industria del show business.
Hollywood siempre
lo miró mal, pero ahora decididamente lo ha hundido, lo ha marcado con una cruz
roja. Sin esperanza de redención, porque Allen no es joven, no va a tener una
segunda oportunidad, y el nicho singular que ocupaba en el ecosistema
cinematográfico ha sido borrado y machacado a conciencia como si fuera un disco
duro de Bárcenas en el ecosistema de la calle Génova.
No encontrará ya
fuentes de financiación para sus proyectos, y mucho menos facilidades de ningún
tipo. El cash fluirá generosamente en cualquier otra dirección, pero no en la
suya.
Es un despilfarro
absoluto de talento, por supuesto, pero la historia de la hegemonía del capital
en la industria de cualquier tipo siempre ha sido la de un despilfarro
infinito.