domingo, 16 de diciembre de 2018

¿DÓNDE ESTÁ EL WOODY ALLEN DE ANTAÑO?


Elisa Martín Ortega escribe en elpais una elegía por Woody Allen, a la que me sumo. No me parece ni medio bien lo que al parecer hizo con sus hijas adoptivas, pero echo de menos sus películas. No especialmente las primeras, que es lo que dice todo el mundo. Durante mucho tiempo Allen ha cargado sobre sus espaldas la equívoca fama de ser un humorista. No es incierto, pero sí reductivo; el humor es considerado un género menor. Cervantes o Chejov pusieron mucho humor en sus obras, pero clasificarlos como humoristas sería desmerecer su categoría y sus méritos para figurar en el canon literario universal.

De modo semejante y salvadas las distancias, también Allen lo ha hecho muy bien en el género del humor, pero como cineasta lo ha hecho mejor todavía.

Escribo “cineasta” y de inmediato me doy cuenta del posible malentendido. A mí no me gusta el cine considerado desde el ángulo de la técnica. Me gustan, eso sí, las buenas historias bien contadas con la cámara.

No caigo de rodillas ante un contrapicado de Orson Welles; Orson Welles más bien me la suda, disculpen la expresión. Pero hubo un tiempo en el que, cuando aparecía en cartelera “la última” de Woody Allen, era mi preferida indiscutible en el momento de elegir plan para una velada fuera de casa.

“No vale nada”, me decía alguien; o “no es de las mejores suyas”. Para mí, la peor película de Allen era preferible al mejor de otros productos comerciales que se instalaban durante meses en las salas oscuras más exclusivas.

Había una razón para ello: en el cine de Allen no hay efectos especiales. Los efectos especiales son, en mi opinión y parafraseando a Shakespeare, el ruido y la furia que acompañan la nula significación de un cuento contado por un idiota.

Allen trabajaba sus propios guiones (salvo alguna excepción que no tengo en mente), recurría como intérpretes a amigos/as actores que rebajaban drásticamente sus exigencias económicas habituales por tratarse de él, y rodaba en escenarios próximos historias sencillas que no requerían alardes de vestuario ni de reconstrucción histórica.

Su secreto siempre ha sido que tenía cosas que contar. Cosas que nos enganchan a personas absolutamente indiferentes a los prodigios técnicos que es capaz de alumbrar la industria del show business.

Hollywood siempre lo miró mal, pero ahora decididamente lo ha hundido, lo ha marcado con una cruz roja. Sin esperanza de redención, porque Allen no es joven, no va a tener una segunda oportunidad, y el nicho singular que ocupaba en el ecosistema cinematográfico ha sido borrado y machacado a conciencia como si fuera un disco duro de Bárcenas en el ecosistema de la calle Génova.

No encontrará ya fuentes de financiación para sus proyectos, y mucho menos facilidades de ningún tipo. El cash fluirá generosamente en cualquier otra dirección, pero no en la suya.

Es un despilfarro absoluto de talento, por supuesto, pero la historia de la hegemonía del capital en la industria de cualquier tipo siempre ha sido la de un despilfarro infinito.