Traen los
periódicos la noticia de que un turista sufrió un infarto y hubo de ser
atendido con desfibriladores en la sala Botticelli del museo de los Uffizi de
Florencia, cuando contemplaba “El nacimiento de Venus”. El asunto ha vuelto a
sacar a relucir el famoso “mal de Stendhal”. Ya saben, el ilustre escritor
declaró haber sentido mareos y pérdida momentánea de los sentidos al entrar en la
iglesia de Santa Croce y percibir el esplendor artístico de lo que allí había
depositado.
La Ciencia con
mayúscula contempla tales manifestaciones de entusiasmo somático con bastante
distancia. El visitante de los Uffizi tenía sin duda una sensibilidad
exacerbada hacia lo bello sublime, pero también había sufrido algunos episodios
coronarios antes de encontrarse delante de la exquisita Venus de Botticelli.
Los mareos de
Stendhal, incluso, pudieron ser debidos a que no había desayunado bien antes de
la visita al templo florentino. Un desayuno inglés abundante, con profusión de huevos
revueltos, tostadas y beicon, probablemente habría cortado de raíz los síntomas
de malestar sin impedir la percepción de las finezas pictóricas de los maestros
de antaño. G.K. Chesterton, escritor de una carnalidad rotunda, recomendaba calurosamente
dicha dieta para afrontar sin deterioro perceptible los graves problemas de la
estética, y manifestaba no caberle en tal sentido la menor duda de que fue “bacon”
(el tocino) el verdadero responsable de la grandeza inmortal de las obras de
Shakespeare.
Quedaría en pie la
cuestión adicional de por qué tienen esos efectos perturbadores Florencia y Botticelli,
y no en cambio Madrid y Goya, o Viena y Klimt, o Barcelona y el maestro de Tahull, o tantas
otras combinaciones posibles de lo excelso. (No menciono aquí Nueva York y
Rothko, porque a nadie se le ocurrirá la posibilidad de ataques de
sobresensibilidad aguda delante de obras del expresionismo abstracto. A pesar
de cómo las cotizan los marchantes.)
Marcel Proust
sufrió un trance difícil en las Tullerías, adonde acudió a deshora para él (es
decir, en una mañana radiante) ansioso de ver un cuadro de Vermeer muy elogiado
por los críticos. He dejado constancia del suceso y de su aprovechamiento
artístico por el sufridor de la experiencia en esta misma bitácora (1). Proust,
uno de los grandes realistas de la literatura, atribuyó el desmayo mortal de su
personaje Bergotte, al que fulmina delante del “cuadro más bello del mundo”, a
que había cenado unas patatas mal cocidas.