martes, 25 de junio de 2019

ARQUITECTURA POLÍTICA



Guidoriccio da Fogliano delante de su fortaleza feudal. Detalle de un fresco de Simone Martini en el Palazzo Comunale de Siena.

Ayer dejé escrito en esta misma página electrónica lo siguiente: «Son los Estados, y no los hogares, los que deben hacer valer su soberanía absoluta (sobre el papel) para dirigir la economía y las finanzas públicas en una dirección distinta. Los Estados se han disfrazado de noviembre en la última gran crisis…» (1)

Fui demasiado lejos. Los Estados no pueden hacer valer una soberanía absoluta ni siquiera sobre el papel.

Conviene dejar clara la idea que intentaba expresar, rellenando los espacios que quedaban en blanco en el esbozo anterior, por abajo y por arriba.

Por abajo: el Estado democrático ha de estar construido de abajo arriba, sostenido por los tres grandes pilares aglutinadores de las personas que son el trabajo, la cultura y la ciudadanía. La ciudadanía no se contrapone a la clase, ni la cultura se contrapone a ninguna de los otras dos; las tres deben ir entrelazadas en el sostén del edificio.

Sabemos, sin embargo, que no ocurre así. La democracia había quedado detenida ya antes a las puertas de las fábricas y, ahora que las fábricas no tienen puertas, sigue ausente en todos los aspectos relacionados con el trabajo asalariado, donde la posición preeminente del empleador sobre el empleado ha derivado a una tiranía absoluta, que ni se molesta en guardar las formas.

Y el Estado democrático, social y con la etiqueta prefijada del “bienestar”, ha claudicado en este punto hasta extremos vergonzosos, disfrazado de noviembre incluso en el momento de certificar con instrumentos legales la concesión graciosa al empleador de una disponibilidad absoluta del trabajo-mercancía que contrata o subcontrata en mil formas emergidas o sumergidas. Todo es considerado loable “promoción del empleo” por el aparato público estatal, que delega incondicionalmente sus funciones al respecto en la iniciativa privada, a sabiendas de que el elemento motor de esta es siempre el lucro, exento de cualquier ringorrango de empatía y solidaridad humana.

Así pues, trabajo, cultura y ciudadanía entrelazados serían las claves de bóveda de la construcción de un Estado democrático que mereciera su nombre. No de la nación. La nación es un concepto que solo sirve para emborronar el esquema. Para empezar funciona de arriba abajo, de modo que delimita la pertenencia de determinados individuos a una comunidad de destino enteramente arbitraria, totalitaria y cerrada, cuando una sociedad moderna ha de ser necesariamente abierta y democrática para cumplir con el objetivo de una prosperidad común. Los nacionalismos siempre han traído y siguen trayendo guerras convencionales o comerciales, además de exclusiones y matanzas más allá del perímetro bendecido que ampara la supuesta legitimidad de los nacionales.

Por arriba: los Estados no se yerguen altivos y solitarios como el castillo de Guidoriccio da Fogliano. Su soberanía debe estar limitada por el derecho público que rige la comunidad de Estados soberanos, y por las pautas racionales de comportamiento comunes a todos ellos con vistas a lograr un bienestar y un progreso más amplios y perfectos que el que puede lograr un Estado soberano por sí solo.

Altiero Spinelli y Ernesto Rossi compusieron, cuando eran dos presos políticos recluidos por el fascismo mussoliniano en la isla de Ventotene, en los años de plomo de la segunda gran guerra mundial, un manifiesto federalista para Europa. Son muchos los extremos discutibles en su propuesta, pero no lo es la idea clave que emerge de su escrito, explicada así por el propio Spinelli (Cómo traté de hacerme sabio, Icaria 2019, trad. de Francisco José Rodríguez Mesa, p. 316): «La federación europea no se nos presentaba como una ideología, su cometido no era el de complementar en un determinado modo el poder existente. Era una propuesta sobria para crear un poder democrático europeo en cuyo seno se habrían podido desarrollar ideologías si los hombres las necesitaban, pero que se presentaba independiente de ellas. Era la negación del nacionalismo que volvía a azotar Europa. Era el reconocimiento de la diversidad y de la fraternidad de las experiencias nacionales de los pueblos europeos, en medio de cuyas lenguas, de cuyos escritores y pensadores vivíamos desde hacía años sin sentirnos en ningún momento más cercanos a ellos si eran italianos o más lejanos si eran extranjeros. Era la vía de escape de las absurdas, pero aparentemente inevitables autarquías económicas […] Era, en último lugar y sobre todo, la posibilidad de que la democracia volviese a establecer su control sobre aquellos leviatanes enloquecidos y desencadenados que ya eran los Estados nacionales europeos…»