Guidoriccio da Fogliano delante
de su fortaleza feudal. Detalle de un fresco de Simone Martini en el Palazzo
Comunale de Siena.
Ayer dejé escrito en esta misma página electrónica lo siguiente: «Son los Estados, y no los hogares, los que deben hacer valer su soberanía
absoluta (sobre el papel) para dirigir la economía y las finanzas públicas en
una dirección distinta. Los Estados se han disfrazado de noviembre en la última
gran crisis…» (1)
Fui demasiado lejos. Los
Estados no pueden hacer valer una soberanía absoluta ni siquiera sobre el
papel.
Conviene dejar clara la idea
que intentaba expresar, rellenando los espacios que quedaban en blanco en el
esbozo anterior, por abajo y por arriba.
Por abajo: el Estado democrático ha de estar construido de abajo
arriba, sostenido por los tres grandes pilares aglutinadores de las personas que
son el trabajo, la cultura y la ciudadanía. La ciudadanía no se contrapone a la
clase, ni la cultura se contrapone a ninguna de los otras dos; las tres deben
ir entrelazadas en el sostén del edificio.
Sabemos, sin embargo, que no
ocurre así. La democracia había quedado detenida ya antes a las puertas de las
fábricas y, ahora que las fábricas no tienen puertas, sigue ausente en todos
los aspectos relacionados con el trabajo asalariado, donde la posición
preeminente del empleador sobre el empleado ha derivado a una tiranía absoluta,
que ni se molesta en guardar las formas.
Y el Estado democrático, social
y con la etiqueta prefijada del “bienestar”, ha claudicado en este punto hasta
extremos vergonzosos, disfrazado de noviembre incluso en el momento de certificar
con instrumentos legales la concesión graciosa al empleador de una disponibilidad
absoluta del trabajo-mercancía que contrata o subcontrata en mil formas
emergidas o sumergidas. Todo es considerado loable “promoción del empleo” por
el aparato público estatal, que delega incondicionalmente sus funciones al
respecto en la iniciativa privada, a sabiendas de que el elemento motor de esta
es siempre el lucro, exento de cualquier ringorrango de empatía y solidaridad
humana.
Así pues, trabajo, cultura y
ciudadanía entrelazados serían las claves de bóveda de la construcción de un
Estado democrático que mereciera su nombre. No de la nación. La nación es un concepto
que solo sirve para emborronar el esquema. Para empezar funciona de arriba abajo, de modo que delimita la pertenencia de determinados individuos a una comunidad de destino
enteramente arbitraria, totalitaria y cerrada, cuando una sociedad moderna ha
de ser necesariamente abierta y democrática para cumplir con el objetivo de una
prosperidad común. Los nacionalismos siempre han traído y siguen trayendo guerras
convencionales o comerciales, además de exclusiones y matanzas más allá del
perímetro bendecido que ampara la supuesta legitimidad de los nacionales.
Por arriba: los Estados no se yerguen altivos y solitarios como
el castillo de Guidoriccio da Fogliano. Su soberanía debe estar limitada por el
derecho público que rige la comunidad de Estados soberanos, y por las pautas racionales
de comportamiento comunes a todos ellos con vistas a lograr un bienestar y un
progreso más amplios y perfectos que el que puede lograr un Estado soberano por
sí solo.
Altiero Spinelli y Ernesto
Rossi compusieron, cuando eran dos presos políticos recluidos por el fascismo
mussoliniano en la isla de Ventotene, en los años de plomo de la segunda gran guerra
mundial, un manifiesto federalista para Europa. Son muchos los extremos
discutibles en su propuesta, pero no lo es la idea clave que emerge de su
escrito, explicada así por el propio Spinelli (Cómo traté de hacerme sabio, Icaria 2019, trad. de Francisco José
Rodríguez Mesa, p. 316): «La federación
europea no se nos presentaba como una ideología, su cometido no era el de
complementar en un determinado modo el poder existente. Era una propuesta
sobria para crear un poder democrático europeo en cuyo seno se habrían podido
desarrollar ideologías si los hombres las necesitaban, pero que se presentaba
independiente de ellas. Era la negación del nacionalismo que volvía a azotar Europa.
Era el reconocimiento de la diversidad y de la fraternidad de las experiencias
nacionales de los pueblos europeos, en medio de cuyas lenguas, de cuyos
escritores y pensadores vivíamos desde hacía años sin sentirnos en ningún momento
más cercanos a ellos si eran italianos o más lejanos si eran extranjeros. Era
la vía de escape de las absurdas, pero aparentemente inevitables autarquías
económicas […] Era, en último lugar y sobre todo, la posibilidad de que la
democracia volviese a establecer su control sobre aquellos leviatanes enloquecidos
y desencadenados que ya eran los Estados nacionales europeos…»