Esto no es
sencillo, son muchos los palillos que va a ser necesario tocar, porque la
financiarización de la economía seguirá impulsando la desigualdad y la
precariedad por más que se enmienden en todo, o más verosímilmente en parte, las
reformas laborales regresivas de años pasados.
El economista Colin
Crouch definió en 2009 como “keynesianismo privatizado” (1) la reacción del
sistema global a la gran crisis que tuvo el fiasco de Lehman Brothers como
preludio.
J.M. Keynes había
propuesto en efecto, hace ya bastantes años, el endeudamiento de los gobiernos
como remedio de choque para relanzar la economía en las fases deprimidas del
ciclo económico. Por el contrario, la medida anticíclica prioritaria que promovieron
las grandes agencias internacionales como el FMI, el BM y el Banco Europeo, y que fue
seguida tras su estela por la práctica totalidad de los Estados inmersos en el
sistema capitalista global que nos rige, fue la bajada de los tipos de interés,
para facilitar el endeudamiento de los hogares,
mientras para los gobiernos seguía
vigente la norma sagrada del equilibrio presupuestario.
La solución,
explica Mariana Mazzucato (2), resultó insostenible por la falta de un
crecimiento de la demanda basado en los sueldos. «Esta política hizo subir el precio de los activos, como las acciones y
las viviendas, y alentó aún más a que los hogares se endeudaran. El resultado
fue que los hogares se implicaron en una gestión indirecta ─si no, de hecho, “privada”─
de la demanda efectiva, por medio de un consumo altamente financiarizado que
dejó a muchas personas aún más empobrecidas y endeudadas.»
Son los Estados, y
no los hogares, los que deben hacer valer su soberanía absoluta (sobre el
papel) para dirigir la economía y las finanzas públicas en una dirección
distinta. Los Estados se han disfrazado de noviembre en la última gran crisis,
y han seguido con fidelidad la senda marcada por unos algoritmos tramposos que
nunca han cumplido lo que prometían.
La utilización
adecuada del valor inmenso del patrimonio público, y la capacidad pública de decisión
(derecho a decidir, sí, pero derecho “público” a decidir) y de innovación en
torno a dicho patrimonio, no pueden ser objeto de delegación plebiscitaria a la
ciudadanía. Quien está en el puente de mando tiene la responsabilidad de tomar
las decisiones oportunas, sin pedir a las fuerzas sociales en presencia que le
saquen las castañas del fuego y voten ellas, mediante un adelanto electoral u
otro procedimiento similar, si se ordena arriar los botes o se sigue a la
espera de que escampe.
Sin más recurso que
el forcejeo individual para encontrar una tabla de salvación suficiente para
sobrevivir privadamente al naufragio de las expectativas globales, la
ciudadanía no puede por sí sola ser motor de progreso y de bienestar colectivo;
y es ridículo que, en sus esfuerzos por prosperar colectivamente, se dirija en
primer lugar a la banca privada, en lugar de promover y de luchar por un nuevo gran
pacto social activo y eficiente con el Estado democrático y sus instituciones.
(1) C. Crouch,
«Privatised keynesianism: an unacknowledged policy regime», British Journal of Politics and
International Relations, 11(3), agosto de 2009, pp. 382-399.
(2) M. Mazzucato, El valor de las cosas. Quién produce y quién
gana en la economía global. Taurus, Barcelona, 2019. Trad. de Ramón
González Ferriz. P. 189.