martes, 18 de junio de 2019

LA INFALIBILIDAD EN POLÍTICA



Mauro Scoccimarro (Udine 1895 – Roma 1972)

Ningún político presume ahora de ser infalible. Por una parte se habla demasiado, y por otra la hemeroteca digital se encarga de registrar los casos numerosísimos de desmemoria y de bandazos bruscos de opinión. La coyuntura manda, de modo que las consignas políticas de los líderes no pueden ser sino coyunturales; y no se les altera ni la posición de una ceja cuando alguien les recuerda que tres años ─o tres semanas─ atrás defendieron exactamente lo contrario de lo que ahora sostienen.

Las cosas no siempre han sido así, y los partidos comunistas, por poner un ejemplo sonado, vivieron durante muchos años en la certeza de poseer la clave del desarrollo ordenado de la historia, la razón última del por qué todo lo que sucedía era exactamente lo que debía suceder.

Sucedieron en ese papel de oráculos del presente en función de un futuro ineluctable a los jesuitas; pero no es a eso a lo que me refiero, sino a cómo esa capacidad de anular las contradicciones en el gran movimiento unánime que se percibe como trasfondo generó un tipo determinado de dirigente que siempre estaba seguro de todo y sabía exactamente qué era lo que había que hacer en cada momento. Lo cual que había que hacer coincidía siempre, oh maravilla, con la última consigna llegada de la dirección.

Todos los que hemos pasado por el seminario de la militancia comunista hemos conocido a dirigentes de ese tipo. Pongamos, sin embargo, que hablo de Mauro Scoccimarro, relevante miembro de la dirección del PCI desde los tiempos heroicos del Ordine Nuovo. Estoy leyendo las memorias de Altiero Spinelli (Cómo traté de hacerme sabio, Icaria, Barcelona, 2019; edición a cargo de Marcello Belotti; traducción de Francisco José Rodríguez Mesa). Spinelli estuvo preso en Civitavecchia entre 1932 y 1937 (después seguiría su presidio en las islas de Ponza y Ventotene), y allí fue destinado a la sección de las llamadas “separate” (celdas separadas) con otros dirigentes comunistas encarcelados por Mussolini. Por la prisión de Civitavecchia pasaron Terracini, Secchia, Scoccimarro, Sereni, Li Causi, Parodi, Rossi-Doria… En el ámbito de las “separate” se celebraban de forma regular reuniones de debate sobre la situación política y la línea del partido.

Umberto Terracini tenía al principio la mayor autoridad entre los presos. Él, como Gramsci, había polemizado por escrito con Stalin; él era el exponente máximo del ordinovismo que había apartado de la dirección la pureza ideológica inflexible de Bordiga; él defendía una política amplia de alianzas con otras fuerzas a fin de crear las condiciones de un tránsito al socialismo por la vía de la libertad, incluso en las condiciones restringidas de una dictadura del proletariado.

Scoccimarro estaba contento con su posición de número dos y de eco en todas las cosas de Terracini. «Había pasado ─y seguía pasando─ entre numerosos libros de autoridades marxistas en economía, historia y filosofía sin haber experimentado jamás el menor atisbo de lo que podía ser un pensamiento original»,  cuenta Spinelli. 

Pero cuando apareció en la prisión Secchia, en la primavera de 1933, informó a los camaradas de la svolta en la política de la Internacional, según la cual tanto los socialistas como Roosevelt eran esbirros del capitalismo en el mismo nivel que Hitler; de que Togliatti había sido puesto bajo la vigilancia de Longo, y Gramsci (en prisión en Turi) acusado de desviacionismo, y el partido “aplazaba” las medidas contra él en consideración a su situación personal. Scoccimarro arrinconó entonces rápidamente a Terracini, lo puso entre paréntesis por no haber comprendido la identidad sustancial entre el “antes” y el “después” de la svolta, y se encaramó a la posición alfa de la autoridad ideológica entre los dirigentes presos. 

Secchia le secundó de buen grado, pero cuando se produjo la rectificación de la Internacional y se abrió paso la política de los frentes populares, exitosa tanto en Francia como en la República española, Scoccimarro pasó rápidamente a reprochar a Secchia su incomprensión histórica de que las tres fases del antes de la svolta, la svolta misma y la nueva política estaban unidas por la misma armonía entre medios y fines y el mismo propósito dirigido a un objetivo ineluctable. (Secchia, demasiado honesto para hacerse trampas a sí mismo, solo estaba convencido de que, cuando conociera a fondo las razones del cambio y su verdadero alcance, aceptaría sin dudar una política que por el momento le parecía oportunista y no auténticamente revolucionaria.)

Spinelli, que apreciaba poco a Soccimarro, cuenta que en una ocasión le preguntó si atribuía a la Internacional “una infalibilidad aún mayor que la del papa”. A lo que el otro contestó, «con un brillo de malicia en los ojos por haber sido capaz de encontrar la conciliación perfecta entre dos exigencias contrarias, que no; ¡la Internacional no era y no podía ser infalible, pero hasta entonces no se había equivocado nunca, del mismo modo que jamás se habían equivocado Marx, Engels y Lenin!»