Mauro Scoccimarro (Udine 1895 –
Roma 1972)
Ningún político
presume ahora de ser infalible. Por una parte se habla demasiado, y por otra la
hemeroteca digital se encarga de registrar los casos numerosísimos de
desmemoria y de bandazos bruscos de opinión. La coyuntura manda, de modo que
las consignas políticas de los líderes no pueden ser sino coyunturales; y no se
les altera ni la posición de una ceja cuando alguien les recuerda que tres años
─o tres semanas─ atrás defendieron exactamente lo contrario de lo que ahora
sostienen.
Las cosas no siempre
han sido así, y los partidos comunistas, por poner un ejemplo sonado, vivieron
durante muchos años en la certeza de poseer la clave del desarrollo ordenado de
la historia, la razón última del por qué todo lo que sucedía era exactamente lo
que debía suceder.
Sucedieron en ese
papel de oráculos del presente en función de un futuro ineluctable a los
jesuitas; pero no es a eso a lo que me refiero, sino a cómo esa capacidad de
anular las contradicciones en el gran movimiento unánime que se percibe como
trasfondo generó un tipo determinado de dirigente que siempre estaba seguro de
todo y sabía exactamente qué era lo que había que hacer en cada momento. Lo
cual que había que hacer coincidía siempre, oh maravilla, con la última consigna
llegada de la dirección.
Todos los que hemos
pasado por el seminario de la militancia comunista hemos conocido a dirigentes
de ese tipo. Pongamos, sin embargo, que hablo de Mauro Scoccimarro, relevante miembro
de la dirección del PCI desde los tiempos heroicos del Ordine Nuovo. Estoy leyendo las memorias de Altiero Spinelli (Cómo traté de hacerme sabio, Icaria,
Barcelona, 2019; edición a cargo de Marcello Belotti; traducción de Francisco
José Rodríguez Mesa). Spinelli estuvo preso en Civitavecchia entre 1932 y 1937
(después seguiría su presidio en las islas de Ponza y Ventotene), y allí fue
destinado a la sección de las llamadas “separate” (celdas separadas) con otros
dirigentes comunistas encarcelados por Mussolini. Por la prisión de Civitavecchia pasaron Terracini, Secchia, Scoccimarro,
Sereni, Li Causi, Parodi, Rossi-Doria… En el ámbito de las “separate” se
celebraban de forma regular reuniones de debate sobre la situación política y
la línea del partido.
Umberto Terracini
tenía al principio la mayor autoridad entre los presos. Él, como Gramsci, había
polemizado por escrito con Stalin; él era el exponente máximo del ordinovismo
que había apartado de la dirección la pureza ideológica inflexible de Bordiga;
él defendía una política amplia de alianzas con otras fuerzas a fin de crear
las condiciones de un tránsito al socialismo por la vía de la libertad, incluso
en las condiciones restringidas de una dictadura del proletariado.
Scoccimarro estaba
contento con su posición de número dos y de eco en todas las cosas de Terracini. «Había pasado ─y seguía pasando─ entre
numerosos libros de autoridades marxistas en economía, historia y filosofía sin
haber experimentado jamás el menor atisbo de lo que podía ser un pensamiento
original», cuenta Spinelli.
Pero
cuando apareció en la prisión Secchia, en la primavera de 1933, informó a los
camaradas de la svolta en la política
de la Internacional, según la cual tanto los socialistas como Roosevelt eran
esbirros del capitalismo en el mismo nivel que Hitler; de que Togliatti había
sido puesto bajo la vigilancia de Longo, y Gramsci (en prisión en Turi) acusado
de desviacionismo, y el partido “aplazaba” las medidas contra él en
consideración a su situación personal. Scoccimarro arrinconó entonces rápidamente a
Terracini, lo puso entre paréntesis por no haber comprendido la identidad
sustancial entre el “antes” y el “después” de la svolta, y se encaramó a la posición alfa de la autoridad ideológica
entre los dirigentes presos.
Secchia le secundó de buen grado, pero cuando se
produjo la rectificación de la Internacional y se abrió paso la política de los
frentes populares, exitosa tanto en Francia como en la República española, Scoccimarro
pasó rápidamente a reprochar a Secchia su incomprensión histórica de que las
tres fases del antes de la svolta, la
svolta misma y la nueva política estaban
unidas por la misma armonía entre medios y fines y el mismo propósito dirigido
a un objetivo ineluctable. (Secchia, demasiado honesto para hacerse trampas a
sí mismo, solo estaba convencido de que, cuando conociera a fondo las razones del
cambio y su verdadero alcance, aceptaría sin dudar una política que por el
momento le parecía oportunista y no auténticamente revolucionaria.)
Spinelli, que
apreciaba poco a Soccimarro, cuenta que en una ocasión le preguntó si atribuía
a la Internacional “una infalibilidad aún mayor que la del papa”. A lo que el
otro contestó, «con un brillo de malicia
en los ojos por haber sido capaz de encontrar la conciliación perfecta entre
dos exigencias contrarias, que no; ¡la Internacional no era y no podía ser
infalible, pero hasta entonces no se había equivocado nunca, del mismo modo que
jamás se habían equivocado Marx, Engels y Lenin!»