El problema
económico real no consiste en que la robótica y la digitalización eliminen
trabajo humano. El trabajo en sí no se elimina, sino que varía en contenidos y en la exigencia de capacidades necesarias para desarrollarlo. Se supone, de otra
parte, que la instalación de nuevas tecnologías debería impulsar un crecimiento
acelerado de la producción, y no es así; tenemos una desigualdad mayor al mismo
tiempo que un crecimiento más lento.
Ocurre que los
gestores de la economía tienen otras preocupaciones: no se trata ya de
incrementar la riqueza social sino la ganancia individual. La industria ha cedido
su lugar a la banca (1), y la banca extrae sus beneficios no de la
intermediación para promover inversiones productivas, sino de la “gestión de
activos”, concepto que se refiere a mover de un lado a otro un dinero ya
existente, sin producir nada nuevo.
La cuestión no
tendría mayor trascendencia de no ser porque, a partir de la desregulación
impulsada por el binomio Thatcher/Reagan en los años ochenta, que puso fin al colosal
crecimiento de la economía real durante los años conocidos hoy como “los
treinta gloriosos” (1945-1975), la banca ha desarrollado una afición perversa a
prestarse dinero a sí misma, en lugar de ponerlo en las manos de las empresas
manufactureras. A este fenómeno es a lo que se da el nombre de “financiarización”
de la economía. Más fácil y rápido que ganar dinero con la producción de bienes
y servicios, es jugar a la bolsa con cartas marcadas, es decir provocando
oscilaciones en el precio de mercado de los valores mediante movimientos
estratégicos de los cuantiosos fondos disponibles gracias a los numerosísimos inversores
privados que confían a los profesionales financieros acreditados la gestión de
sus activos.
La perversión final
del sistema consiste en que los gestores de activos a los que han sido confiados
esos capitales privados ganados con esfuerzo (fondos de pensiones, por ejemplo)
con el propósito de alejar riesgos y asegurar ganancias, no previenen sino que multiplican
los riesgos, en una actividad frenética dirigida, no a salvaguardar los
intereses de sus clientes (les cobran comisiones altas y les asignan retornos
mediocres), sino a generar beneficios para sus accionistas y justificar de paso
unos ingresos desmedidos para su propio trabajo de gestión.
Todo ello teniendo
en cuenta que, al tratarse de un mero movimiento de capitales en distintas
direcciones, que no crea valor nuevo, lo que unos ganan otros lo pierden. Y
cuando las pérdidas globales alcanzan unas dimensiones catastróficas que
arrastran tras de sí las finanzas de los Estados, como vino a suceder en la crisis
de 2008, los culpables del crac, al ser demasiado importantes para desaparecer,
son rescatados mediante sacrificios añadidos impuestos a los directamente
perjudicados por ese peligroso juego especulativo: los contribuyentes.
Ese estado de
cosas, más intuido entonces que verificado, es el que llevó al economista Hyman Minsky a
afirmar, en 1992: «El capitalismo de los gestores de dinero nos ha llevado a una
nueva era de capitalismo de casino generalizado.»
(1) «En Estados Unidos, de 1960 a 2014 el porcentaje
de las finanzas en el valor añadido bruto se duplicó, del 3,7 al 8,4%; durante
el mismo periodo, el de la manufactura en la producción se redujo a más de la
mitad, esto es, del 25 al 12%. Lo mismo sucedió en el Reino Unido.» M. Mazzucato, El valor de las cosas. Taurus, Barcelona, 2019. Traducción de Ramón
González Ferriz. P. 197.