jueves, 6 de junio de 2019

CAPITALISMO DE CASINO


El problema económico real no consiste en que la robótica y la digitalización eliminen trabajo humano. El trabajo en sí no se elimina, sino que varía en contenidos y en la exigencia de capacidades necesarias para desarrollarlo. Se supone, de otra parte, que la instalación de nuevas tecnologías debería impulsar un crecimiento acelerado de la producción, y no es así; tenemos una desigualdad mayor al mismo tiempo que un crecimiento más lento.

Ocurre que los gestores de la economía tienen otras preocupaciones: no se trata ya de incrementar la riqueza social sino la ganancia individual. La industria ha cedido su lugar a la banca (1), y la banca extrae sus beneficios no de la intermediación para promover inversiones productivas, sino de la “gestión de activos”, concepto que se refiere a mover de un lado a otro un dinero ya existente, sin producir nada nuevo.

La cuestión no tendría mayor trascendencia de no ser porque, a partir de la desregulación impulsada por el binomio Thatcher/Reagan en los años ochenta, que puso fin al colosal crecimiento de la economía real durante los años conocidos hoy como “los treinta gloriosos” (1945-1975), la banca ha desarrollado una afición perversa a prestarse dinero a sí misma, en lugar de ponerlo en las manos de las empresas manufactureras. A este fenómeno es a lo que se da el nombre de “financiarización” de la economía. Más fácil y rápido que ganar dinero con la producción de bienes y servicios, es jugar a la bolsa con cartas marcadas, es decir provocando oscilaciones en el precio de mercado de los valores mediante movimientos estratégicos de los cuantiosos fondos disponibles gracias a los numerosísimos inversores privados que confían a los profesionales financieros acreditados la gestión de sus activos.

La perversión final del sistema consiste en que los gestores de activos a los que han sido confiados esos capitales privados ganados con esfuerzo (fondos de pensiones, por ejemplo) con el propósito de alejar riesgos y asegurar ganancias, no previenen sino que multiplican los riesgos, en una actividad frenética dirigida, no a salvaguardar los intereses de sus clientes (les cobran comisiones altas y les asignan retornos mediocres), sino a generar beneficios para sus accionistas y justificar de paso unos ingresos desmedidos para su propio trabajo de gestión.

Todo ello teniendo en cuenta que, al tratarse de un mero movimiento de capitales en distintas direcciones, que no crea valor nuevo, lo que unos ganan otros lo pierden. Y cuando las pérdidas globales alcanzan unas dimensiones catastróficas que arrastran tras de sí las finanzas de los Estados, como vino a suceder en la crisis de 2008, los culpables del crac, al ser demasiado importantes para desaparecer, son rescatados mediante sacrificios añadidos impuestos a los directamente perjudicados por ese peligroso juego especulativo: los contribuyentes.

Ese estado de cosas, más intuido entonces que verificado, es el que llevó al economista Hyman Minsky a afirmar, en 1992: «El capitalismo de los gestores de dinero nos ha llevado a una nueva era de capitalismo de casino generalizado.»

(1) «En Estados Unidos, de 1960 a 2014 el porcentaje de las finanzas en el valor añadido bruto se duplicó, del 3,7 al 8,4%; durante el mismo periodo, el de la manufactura en la producción se redujo a más de la mitad, esto es, del 25 al 12%. Lo mismo sucedió en el Reino Unido.» M. Mazzucato, El valor de las cosas. Taurus, Barcelona, 2019. Traducción de Ramón González Ferriz. P. 197.