De derecha a izquierda, Maj
Sjöwall y Per Walöö, autores de culto
He releído El
coche de bomberos que desapareció, de Max Sjöwall y Per Walöö (RBA 2010,
traducción de Martin Lexell y Manuel Abella), después de prestarlo a un amigo y
ya que lo tenía sobre la mesa de mi escritorio. La relectura me ha producido el
mismo placer de la primera vez. El placer intelectual de seguir el desarrollo
de una trama bien construida en la que todos los elementos dispersos acaban por
encajar.
En esa trama, la
concatenación de una serie de pequeños azares permite avanzar pasito a pasito una
investigación en riesgo permanente de estancamiento, acerca de unos hechos aparentemente
imposibles. Como explica Leif G.W. Persson en el prólogo, «de lo que realmente
trata la historia es del propio proceso a través del cual la verdad es
desvelada».
Ninguno de los
policías implicados en la solución del caso está libre de defectos ni dotado de
una clarividencia y unas aptitudes especialmente relevantes de observación y de lógica. De
otro lado el jefe, el burócrata Hammar, está decidido desde el mismo principio a
archivar por la vía rápida el expediente como un suicidio, o un accidente, o un
caso irresuelto en la peor de las alternativas. Entonces, como explica Jo Nesbö
en el prólogo a otra de las novelas de la serie Beck, «la redacción es invisible y
la sucesión de los hechos viene aparentemente determinada por lo que Bob Dylan,
otra de las voces de la época, llamó a
simple twist of fate [un simple empujoncito del azar]».
Hay otro
ingrediente reseñable aún en ese “proceso a través del cual la verdad es
desvelada”, y es que abarca a muchas más circunstancias y estructuras sociales
que las referidas estrictamente a la(s) víctima(s) y su(s) asesino(s). Otro
prologuista de la serie (también, como los antes citados, autor de novelas del
género), Michael Connelly, lo señala: «Los libros de Martin Beck nos cuentan
mucho más que cómo se resuelve un crimen. […] Nos dicen cómo se comete un
crimen y cómo una ciudad, un país y toda una sociedad a menudo pueden ser
cómplices.»
Otra clave de
lectura reside en la evolución de los personajes principales a lo largo de la
serie de diez novelas. Son policías frágilmente humanos, con sus problemas
personales y sus flaquezas sociales: el irascible Gunvald Larsson y su único
amigo Einar Rönn, Lennart Kollberg el sibarita, o Martin Beck, aburrido de un
matrimonio insatisfactorio y perpetuamente resfriado, que acabará por encontrar
un refugio cálido en la casa grande y revuelta de Rhea Nielsen, en su
sensualidad a flor de piel, en su inconformismo militante, y en sus tostas o
sus espaguetis a la boloñesa.
El ejercicio de la
profesión modifica novela a novela la personalidad de los investigadores. Algo
que distingue a los grandes tótems del género clásico, como Holmes o Poirot, de
la nueva hornada de investigadores del tipo Montalbano, Wallander, Brunetti o
Martin Beck.
Beck o Wallberg, sumergidos
en el tiempo/duración que filosofó Bergson (el que marca arrugas en la piel), cambian de perspectiva y de
convicciones, no solo debido a que han sufrido heridas graves, que ellos asumen
como gajes del oficio, ocasionadas por los criminales a los que perseguían,
sino por otra razón más sutil que nos revela otro experto aún en el género,
Joseph Wambaugh (citado por Connelly): «Las mejores historias policíacas no van
de cómo un policía trabaja en un caso, sino de cómo un caso trabaja sobre un
policía.»
Entonces, para
resumir todo lo anterior sin salirme de la reflexión “experta” de los escritores
prologuistas, esto es lo que dice en conclusión Jo Nesbö: «Sjöwall y Walöö, al
igual que otros escritores como Raymond Chandler, Dashiell Hammett y Georges
Simenon, han creado el género, las expectativas del lector de cómo ha de ser
una novela policíaca y, con ello, el punto de partida, el grado cero a partir
del cual todo escritor cuya obra lleve en la cubierta la promesa de “novela
policíaca” comienza su comunicación con el lector.»