Helena de Troya, detalle del
mosaico de la Villa romana de Noheda, Cuenca. (Reproducción a partir de la serie fotográfica
publicada en El País)
Di cuenta hace
pocos meses de la resurrección de Leda de debajo de las lavas acumuladas en una
mansión de Pompeya (1). Ahora le ha tocado el turno a la hija de Zeus y Leda, Helena,
rescatada por las excavaciones recientes en Noheda, en el municipio conquense
de Villar de Domingo García.
Los griegos
antiguos contemplaban a Helena (el catedrático de Lengua Griega Manuel Fernández
Galiano escribe Hélena, en esdrújulo, supongo que por buenos motivos) de forma
ambivalente. Era hija de un dios, y bellísima además, según fama constatada. Tal
vez no se portó del todo bien con su esposo Menelao, rey de Esparta, en el
asunto aquel con Paris, y de algún modo provocó un auténtico cataclismo entre
el mundo micénico y las colonias jónicas del Asia Menor. Sin embargo, Eurípides recurre
a un expediente exculpatorio poco verosímil para explicar el lío: todo habría sido
cosa de los dioses Apolo y Afrodita, que clonaron a la irreprochable esposa de
Menelao y mandaron a su doble a retozar a Troya, solo por ganas de armar maraña,
debido a algunos sacrificios que les fueron ofrecidos de modo no enteramente
satisfactorio.
Homero, más sobrio,
apela para justificar el perdón de los graves pecados de Helena al arrepentimiento y la
reparación. En los primeros compases de la Odisea,
cuando Telémaco visita Esparta en busca de su padre desaparecido, es
recibido y agasajado por Menelao y la propia Helena, ya regresados de la guerra
y después de una estancia en la isla egipcia de Faros.
Se explica en el texto
que la aparición del chico de Ulises, tan parecido en todo a su padre, supone
una conmoción tan grande para Helena que ella recurre para superar el shock a
una droga que vierte en su copa de vino. Cito según la “traslación en verso” de
Fernando Gutiérrez (José Janés editor, 1951) que es la que vengo manejando
desde antes de que me creciera bigote: «Una
droga, de pronto, echó al vino que estaba bebiendo, / contra el llanto y la
ira, que hacía olvidar cualquier pena.»
Así confortada,
recuerda Helena en el canto homérico cómo reconoció a Ulises disfrazado de
mendigo dentro de las murallas de Troya, y lo bañó, lo ungió con óleo, le hizo
muchas preguntas («mas él hábilmente
evadíase») e hizo juramento solemne de no revelar a nadie su presencia.
«Y después de matar con su
bronce a troyanos innúmeros,
Regresó a los argivos, sabiendo
muchísimas cosas.
Las mujeres de Troya gimieron,
mas yo estaba alegre
Porque en mi corazón ya sentía
el afán del regreso
A mi casa, y lloré la ceguera
que diome Afrodita
Cuando se me llevó de la tierra
paterna muy lejos.»
La culpa, entonces, habría sido enteramente de
Afrodita, que la cegó. Su reparación fue facilitar a los héroes llegados en el
vientre de un caballo de madera la matanza de “troyanos innúmeros”. Así
funcionaban las cosas en los viejos tiempos.
Admiren a Helena,
en cualquier caso, en el mosaico recién destapado en Noheda. Es un atisbo
felizmente intacto del esplendor perdido del mundo antiguo.