Allí donde las
derechas han tenido la lista más votada, han sostenido que ese era el resultado
electoral que debía ser reconocido por todos; donde no la han tenido, después
de unos comicios en los que, en conjunto, el voto popular les ha descalificado
ampliamente, las mismas derechas han impuesto unas reglas del juego diferentes
para medrar.
El débilmente
insinuado cordón sanitario a Vox ha saltado en pedazos al primer envite. Sigue en
pie, por el contrario y con el apoyo activo de Vox, la intención de imponer para
la investidura de Pedro Sánchez un cordón sanitario respecto de los
independentistas catalanes y vascos.
Es la misma lógica espuria
que han querido aplicar las derechas independentistas catalanas ─llámense o no esquerres─ en la constitución de los
ayuntamientos. Han formado las mayorías que les ha parecido donde han podido, incluidas
intentonas bastante chuscas, en Santa Coloma de Farners por ejemplo; pero han
reivindicado con fuerza el tabú de la lista más votada en Barcelona. Por conveniencia,
no por ética.
Y solo les ha
fallado la jugada porque el abominado Manuel Valls ha dado una lección de
principios políticos inédita en el mercado persa de cambalaches recíprocos en
el que se han convertido los consistorios.
Ha dado al rival
que le parecía preferible su voto decisivo, a cambio de nada.
En “Públic” (la
sección en catalán de “Público”), un artículo de Marc Font analiza los programas
municipales de BeC, ERC y PSC, y concluye que existía una coincidencia del 83%
entre BeC y ERC, y tan solo un 32% entre BeC y PSC. Consecuencia que extrae: «Si la voluntat era tancar un acord de govern
basant-se en les coincidències programàtiques, el pacte més lògic era entre ERC
i Barcelona en Comú.»
Dicho de otra manera: si prescindiéramos del punto
programático primero y crucial entre todos los puntos posibles, y del que
deriva la escisión en dos partes irreconciliables del electorado catalán, Colau
habría hecho mejor entregando el bastón de mando a Maragall.
¿Por qué tendría BeC que prescindir de ese punto ─la
implementación de la República catalana─ en su trato con ERC, y por qué en
cambio debía ser una exigencia ética ineludible para la formación no
contaminarse con los votos de Manuel Valls? En el fondo de esta cuestión aparece
el mismo tipo de lógica camaleónica que el procesisme
está utilizando en todas sus argumentaciones. A saber: es democrático lo
que me conviene a mí, no lo es lo que a mí no me interesa.
Nadie pone objeción a que el independentismo catalán y
las derechas tríplices españolas utilicen con laxitud los aspectos meramente formales de
la norma democrática en el sentido en el que más les convenga; pero no es de
recibo que intenten obligar a las izquierdas a un compromiso ético mucho más
estricto que el que ellas mismas asumen.
Pedro Sánchez hará bien en aceptar en su investidura votos
que no desea, a fin de afirmar con ellos puntos esenciales en los que coincide
una mayoría amplia del electorado. Después, cada cual a lo suyo. Sería
exquisitamente absurdo que cuando el voto de Vox ha derribado la lista más
votada de Carmena en el Ayuntamiento de Madrid, Sánchez prefiriera entregar a
Vox y sus cómplices el gobierno de la nación, por escrúpulo de apoyarse en
Bildu.