Detalle de El Lavatorio, cuadro
de Jacopo Robusti il Tintoretto, en el Museo del Prado. El perro, en primer
término.
El Prado otra vez,
inevitable por la efemérides de su centenario. En elpais semanal han tenido una
buena idea: convocar a diez personalidades de significaciones distintas y
colocarlas delante de diez cuadros elegidos por ellas, para que nos expliquen
qué es lo que ven. Nadie afirma que se trate de las diez mejores obras de la
pinacoteca, nadie insiste en que se trata de obras imprescindibles.
Hay un gran vocerío
sobre lo imprescindible en la cultura; nos reclaman desde todos los ángulos que
nos pongamos a la obra ya mismo a fin de no dejar perder para siempre
todo el alimento cultural bien cifrado y clasificado que estamos necesitando
urgentemente sin saberlo: los cincuenta libros que hemos de leer, las veinte ciudades
que hemos de visitar, los cuarenta mejores bares de diseño del barrio más in, los cinco o siete lugares recónditos
donde descubriremos las mejores croquetas o patatas bravas del mundo, las ocho nuevas
series televisivas que no podemos dejar de ver.
La iniciativa de
elpais semanal tiene, a lo que entiendo, un sentido distinto. Diez personajes,
como podrían ser otros, y cada cual elige y explica qué y por qué ha elegido.
Los convocados no se decantan por la excelencia canónica establecida, sino por lo
que más les peta, ya sea en general o en ese momento en particular. Después, se
esfuerzan en contarnos sus razones para preferir esta y no otra pintura en el
amplio abanico de posibilidades que ofrece el museo.
Mi preferencia
particular, puesto a elegir una de las diez obras que vienen en el reportaje de
Borja Hermoso, se decantaría quizás por el Lavatorio del Tintoretto, ese cuadro
de gran formato elegido por Ter, a la que no conocía de nada pero que,
evidentemente, entiende mucho de arte, de arquitectura y de perspectiva.
No es mi caso, pero
me fascinan esas diagonales y líneas de fuga que recorren la geometría visible
de una escena cuya significación cuesta descubrir.
Todo está a la
vista y todo queda oculto en el espacio abierto plasmado por el artista. Ninguna
jerarquía visual ─según la convención utilizada en todas las pinturas desde
que, en la visión ingenua del románico, Dios era pintado en un tamaño mayor al
de los santos, y estos tenían a su vez más bulto que los simples mortales, o que
los animales presentes, ya fueran asnos o bueyes, leones, elefantes o camellos─,
ninguna jerarquía visual, digo, nos conduce al personaje importante, entre los
grupos de personas colocadas al azar, pero un azar muy estudiado y muy sabio. La
mesa del banquete se proyecta hacia nosotros y no sabemos si lo hace desde la
derecha o desde la izquierda, porque todo depende de dónde nos hayamos colocado
para mirar.
Y luego está ese
perro colocado en primer plano y en mitad de la escena. Un perro inexplicable
en una escena de lavatorio de pies, un perro sin empatía, de una indiferencia
olímpica ante el Dios hecho Hombre situado en línea con su mirada aburrida.
No es un perro, claro, sino un topos, un lugar
geométrico, el punto fijo en torno al cual oscila toda la escena, de modo que
nuestra mirada ejerce de péndulo de Foucault que, sin privilegiar uno u otro
foco de atención, los recorre todos sucesivamente a un ritmo pausado, isócrono,
imperturbable.
Ese perro del
Tintoretto.