Crónicas desde La Contigüidad del Cosmos
Megan Rapinoe celebra un gol en
el partido Estados Unidos-España del Mundial de Francia.
Lo advierto desde
ya: no aceptaré premios, ni recepciones ni invitaciones individuales o en
grupo. No iré a la puta Casa Blanca, no plantaré mano a mano con Donald Trump ningún
tierno arbolillo de la amistad entre no sé quiénes. No me peta.
Y no lo hago por
solidaridad con Megan Rapinoe. Megan me la suda, quede claro. Vi por televisión
el partido, y ¿qué quieren que les diga? Yo había idealizado el fútbol femenino
como algo libre de las miserias de la testosterona, algo en cuyo desarrollo
jamás tendría cabida una escena como la de aquel dedo de Mourinho metido en el
ojo de Tito Vilanova.
Y sí, algo de todo
eso iba viendo, pero de pronto una muchacha de aspecto frágil, Lavelle,
sintió al cruzar el área española el soplo de un aliento próximo y se
trastabilló (con arte, hay que reconocerlo, con una gracia alada que jamás
tendrá Cristiano Ronaldo), y dio en tierra, y la árbitro pitó un puto penalti
que no era, y como alguien le avisó de que no era, reclamó VAR, y después de
ver el VAR se ratificó en pitar el penalti que no era.
Era “una” árbitro, lo
cual merece en sí mismo un respeto, pero se comportó igual que si fuera Mateu
Lahoz. Para ver pitado ese penalti no necesitábamos acudir al fútbol femenino.
Nos están dando más igualdad precisamente a los que soñábamos con la
diferencia.
Entonces Megan Rapinoe
fusiló a Sandra Paños y marcó el tanto de la infamia. La hubiese respetado de haber
lanzado aquella injusticia al segundo anfiteatro, dejando que las cosas
siguieran su curso natural. Eso habría demostrado la superioridad definitiva de
las chicas sobre el deporte bajamente viril al que estamos malacostumbrados.
Pero no.
Entonces, allá
Megan Rapinoe con sus declaraciones. Yo no iré a la puta Casa Blanca por mis
propios motivos.
Sé muy bien que las
probabilidades de ser invitado allí son escasas: una entre cien millones
tirando por lo bajo. Sería francamente difícil ─puestos a poner un ejemplo absurdo─
que este otoño la comisión Nobel me concediera el premio de Literatura, por la
aguda reflexión sobre el mundo contemporáneo y la profunda comprensión de los
entresijos del corazón humano que revelan mis posts diarios en esta bitácora. Viendo
las cosas de forma objetiva, tal posibilidad no se debería a méritos míos, sino
a un disparate de la comisión.
Pero tampoco sería
el primer disparate cometido por los académicos suecos.
Y en cualquier
caso, ni siquiera un Nobel me garantizaría una invitación a la Casa Blanca. Si
llegara a producirse esa eventualidad este año o el que viene, yo iría con sumo
gusto a Estocolmo a recoger el premio, cenaría salmón (solo un pedacito porque
no me sienta bien), daría ante los invitados el discurso de rigor e incluso
besaría la mano de la reina de Suecia, qué remedio.
Pero nadie me pida
ir a la puta Casa Blanca con esa ni con ninguna otra excusa; y tampoco al puto
palacio de la Zarzuela. No me mola el besalamano a Melania ni a la reina
Letizia. No soporto a sus maridos ni en pintura. Así están las cosas.
Y no me vengan con
que resulta muy cómodo renunciar a algo que nadie me ha ofrecido ni me va a
ofrecer. Esas son evasivas. De lo que estoy hablando aquí, sentado en el
restaurante La Contigüidad del Cosmos de Poldemarx delante de un plato de mongetes
del ganxet estofadas con botifarra de perol, es de valores y de principios, mis
principios. Si no les gustan, no tengo otros de recambio.