viernes, 28 de junio de 2019

NO IRÉ A LA PUTA CASA BLANCA


Crónicas desde La Contigüidad del Cosmos


Megan Rapinoe celebra un gol en el partido Estados Unidos-España del Mundial de Francia.

Lo advierto desde ya: no aceptaré premios, ni recepciones ni invitaciones individuales o en grupo. No iré a la puta Casa Blanca, no plantaré mano a mano con Donald Trump ningún tierno arbolillo de la amistad entre no sé quiénes. No me peta.

Y no lo hago por solidaridad con Megan Rapinoe. Megan me la suda, quede claro. Vi por televisión el partido, y ¿qué quieren que les diga? Yo había idealizado el fútbol femenino como algo libre de las miserias de la testosterona, algo en cuyo desarrollo jamás tendría cabida una escena como la de aquel dedo de Mourinho metido en el ojo de Tito Vilanova.

Y sí, algo de todo eso iba viendo, pero de pronto una muchacha de aspecto frágil, Lavelle, sintió al cruzar el área española el soplo de un aliento próximo y se trastabilló (con arte, hay que reconocerlo, con una gracia alada que jamás tendrá Cristiano Ronaldo), y dio en tierra, y la árbitro pitó un puto penalti que no era, y como alguien le avisó de que no era, reclamó VAR, y después de ver el VAR se ratificó en pitar el penalti que no era.

Era “una” árbitro, lo cual merece en sí mismo un respeto, pero se comportó igual que si fuera Mateu Lahoz. Para ver pitado ese penalti no necesitábamos acudir al fútbol femenino. Nos están dando más igualdad precisamente a los que soñábamos con la diferencia.

Entonces Megan Rapinoe fusiló a Sandra Paños y marcó el tanto de la infamia. La hubiese respetado de haber lanzado aquella injusticia al segundo anfiteatro, dejando que las cosas siguieran su curso natural. Eso habría demostrado la superioridad definitiva de las chicas sobre el deporte bajamente viril al que estamos malacostumbrados. Pero no.

Entonces, allá Megan Rapinoe con sus declaraciones. Yo no iré a la puta Casa Blanca por mis propios motivos.

Sé muy bien que las probabilidades de ser invitado allí son escasas: una entre cien millones tirando por lo bajo. Sería francamente difícil ─puestos a poner un ejemplo absurdo─ que este otoño la comisión Nobel me concediera el premio de Literatura, por la aguda reflexión sobre el mundo contemporáneo y la profunda comprensión de los entresijos del corazón humano que revelan mis posts diarios en esta bitácora. Viendo las cosas de forma objetiva, tal posibilidad no se debería a méritos míos, sino a un disparate de la comisión.

Pero tampoco sería el primer disparate cometido por los académicos suecos.

Y en cualquier caso, ni siquiera un Nobel me garantizaría una invitación a la Casa Blanca. Si llegara a producirse esa eventualidad este año o el que viene, yo iría con sumo gusto a Estocolmo a recoger el premio, cenaría salmón (solo un pedacito porque no me sienta bien), daría ante los invitados el discurso de rigor e incluso besaría la mano de la reina de Suecia, qué remedio.

Pero nadie me pida ir a la puta Casa Blanca con esa ni con ninguna otra excusa; y tampoco al puto palacio de la Zarzuela. No me mola el besalamano a Melania ni a la reina Letizia. No soporto a sus maridos ni en pintura. Así están las cosas.

Y no me vengan con que resulta muy cómodo renunciar a algo que nadie me ha ofrecido ni me va a ofrecer. Esas son evasivas. De lo que estoy hablando aquí, sentado en el restaurante La Contigüidad del Cosmos de Poldemarx delante de un plato de mongetes del ganxet estofadas con botifarra de perol, es de valores y de principios, mis principios. Si no les gustan, no tengo otros de recambio.