Leo con atención un
artículo de Manel García Biel en “Nueva Tribuna”, en el que propone la
afirmación de un espacio político que se reclame ecosocialista. Manel no ve cimientos
sólidos de esa “ideología” (él la llama así) en el PSOE, ni en UP y sus
confluencias, más allá de la propuesta de una serie de medidas concretas.
Es decir, sí que
hay propuestas programáticas y prioridades, pero no están sostenidas por un “proyecto”
coherente y bien trabado que sostenga ese entramado y pueda transportarlo a un
horizonte más alto. A ese horizonte lo llama Manel “ideología”, y por más que
la palabra no me gusta, me parece aceptable llamarla así.
Es interesante analizar
cómo define Manel esa ideología, u horizonte, ecosocialista:
«Lo
que el ecosocialismo, como planteamiento político e ideológico, propone es un
cambio de modelo de producción, un cambio de modelo económico, un cambio de
modelo de las relaciones sociales y un cambio de las propias conciencias
personales.»
Si saben contar, ni que sea
con los dedos, verán que las componentes de ese planteamiento son cuatro (producción,
economía, relaciones sociales, conciencia personal), y que las cuatro
componentes exigen un cambio desde lo que hay ahora.
El modelo de producción ha
cambiado ya, y mucho, pero no en el sentido en que sería posible y deseable. Hay
quien le echa la culpa a la tecnología, por la robotización y la programación
mediante algoritmos. Pero esa es solo media verdad: la utilización de la tecnología
disponible se está ajustando a la maximización de los beneficios del capital
(privado) invertido, y no, por ejemplo, a la disminución del tiempo de trabajo
o a la remuneración de la productividad. Los algoritmos que se hacen servir toman
en consideración solo unos inputs determinados, y omiten otros que aminorarían
el beneficio a cambio de incrementar el bienestar. La fuerza de trabajo, cada
vez más precaria y más exprimida en el nuevo modelo, es la gran perdedora en el
nuevo paradigma social de la producción. Eso debe cambiar.
Y debe cambiar también todo el
sentido de una economía cuyo norte es la apropiación privada del esfuerzo
colectivo. Una economía que mide la riqueza mediante el indicador del PIB, que
es una gran mentira. El PIB da un valor igual a cero, por ejemplo, a
los trabajos de cuidados a las personas, desde la consideración de que el
bienestar no vale nada; y en cambio considera creación de riqueza la recompra
de acciones por las empresas cotizadas en Bolsa, un artificio contable que
sirve para lucir en los luminosos de las Bolsas de valores, pero no crea ningún
producto valioso en poco ni en mucho, ni incrementa de ninguna forma (salvo la
de una burbuja peligrosa) la riqueza del país. La “economía política”, término
que se ha desterrado arbitrariamente del uso habitual, debería dejar de
concebir al Estado democrático como un guardia urbano que regula el tráfico, y
darle mayor poder de decisión sobre lo que se produce, cómo se produce, y cómo
se distribuye entre las partes que han concurrido a producirlo.
Sería necesario incentivar, en
este mismo sentido, una producción dirigida de forma prioritaria a responder a
las nuevas demandas de la sociedad. El “cómo” se produce conduce a la utilización
de energías limpias y a la consecución de un hábitat sostenible; el “qué”, a intentar satisfacer las necesidades de las personas, cuando lo que fue conocido en
su momento como “Estado del bienestar” se encuentra en gran parte en el
desguace.
Y finalmente, también la
conciencia de las personas debe cambiar. En un contexto complejo como el que
vivimos, son muchas las decisiones que hay que tomar, todos los días. Y esa
responsabilidad no se puede dejar solo a las instituciones. La ciudadanía no
puede limitarse a esperar el “maná” que pueda caer del cielo de las
instituciones. Hay una urgencia de empoderamiento de las personas para cuidar
por sí mismas de sus intereses, y exigir respuestas ágiles en lugar de
prolongados silencios administrativos. Se trata en último término de que las
instituciones del Estado democrático y participativo se pongan al servicio de
las personas, y no se pongan las personas al servicio de las instituciones. Un
cambio fenomenal, copernicano.
En Italia, la CGIL ha puesto
en marcha un Piano del Lavoro, un plan del trabajo y para el trabajo,
dirigido a reorientar todas las cuestiones que Manel García Biel señala en su
escrito. Hubo ya un Piano del
Lavoro en los años cincuenta, promovido por la figura señera de Di
Vittorio. Este de ahora es más necesario y más ambicioso todavía, porque se
plantea a cuerpo limpio, sin contar con complicidades en ningún partido del
arco parlamentario italiano. Los partidos de hoy, también en Italia, prefieren
verticalizar sus influencias, soslayar a las organizaciones sociales
intermedias y, dirigiéndose directamente al ciudadano aislado en su
personalidad fragmentada, ofrecerle fragmentos, cachos, de redención, en lugar
de un proyecto sólido y acabado de autorrealización.
Desde su esfera de autonomía
duramente conquistada, también los sindicatos y los movimientos sociales de
aquí mismo deberían concertarse para poner en pie un plan en el que el trabajo y
la vida de las personas, en todas sus manifestaciones y sus circunstancias
colaterales, ocupen el lugar central, sean la gran prioridad para la política
de las cosas. Un gran plan de futuro que contenga entrelazados de forma íntima
los tres colores rojo, verde y violeta.