Marcello Mastroianni, alter ego
de Fellini, junto a sí mismo de niño con uniforme colegial historiado, en el
pasacalle final de “Otto e mezzo”.
Leo la
conmemoración del cineasta Fellini que hace Daniel Verdú en elpais (“La
profecía de Fellini cumple cien años”) cuando está fresca en mi memoria la
biografía de Dante escrita por el profesor Marco Santagata (Dante. La novela de su vida, Cátedra 2018, traducción de Giovanna
Gabriele). En los dos casos se insiste en la condición de “profetas”
reconocidos, de Dante y de Federico, y en las distopías enormes que fueron la Commedia del primero
(un nuevo género, en una nueva lengua culta) y las comedias del segundo, por
ejemplo Otto e mezzo o Amarcord, en las que se representa a la
vez como niño y como adulto en la misma escena, y en las que las personas que
le rodean conviven oscuramente con sus recuerdos y sus fantasmas.
Cuenta Santagata
que contó Boccaccio que las mujeres señalaban a Dante por la calle y se susurraban
entre ellas: “Ese es el que va y viene a voluntad a los infiernos, y habla con
los muertos, y sabe todo lo que ha sucedido y lo que va a suceder.” Y Dante las
escuchaba con una semisonrisa, y no las contradecía. Ejemplares manuscritos del
Infierno y del Purgatorio circulaban ya entre los amigos y los círculos
intelectuales de la “sierva Italia” del
norte y el centro, dividida en multitud de señorías minúsculas y enfrentadas; el
renombre del autor crecía, y su fama (precaria siempre) de personalidad
sobrehumana y de poseedor del don de la profecía le proporcionaba un aura de
inmunidad, poco consistente tal vez, pero en todo caso beneficiosa para un exiliado
necesitado permanentemente de refugios y de protectores por haber sido
sentenciado en su patria a la muerte por decapitación.
Cavilo que Fellini
ha sido en nuestra época lo más parecido a lo que el Alighieri había sido en la
suya: una personalidad desbordante e inclasificable, un hombre de una
sensibilidad exacerbada, y un crítico implacable y cargado de retranca de los
usos y los vicios de las autoridades religiosas y civiles (el papa y el
emperador, los “dos soles” que iluminaban el mundo según Dante) que gravitan secular
y pesadamente sobre el pueblo menudo.
La última obsesión
de Fellini antes de morir, según cuenta Verdú, fue Silvio Berlusconi, conjunción
acabada del condottiero capaz de
reunir en su persona el poder espiritual (la televisión) y el temporal (la jefatura
del gobierno) gracias a su carisma ante las masas. Federico murió el mismo día
en que Silvio lanzó el logotipo de Forza
Italia, en 1993 (*). Tenía escrito un guión según el cual el Cavaliere se adueñaba de Venecia para
convertirla en un plató televisivo, donde el Gran Canal pasaba a
llamarse Canale 5.
Viene a sumarse el “año
Fellini” a las conmemoraciones de otras personalidades del universo artístico
que ejercieron de adelantados a su época: Leonardo, Beethoven. En todos ellos,
como en el viejo Dante, que murió en Ravenna el 13 de setiembre de 1321 por lo
que su centenario nos tocará el año que viene, se da un ingrediente descomunal,
de alguna manera. Fueron personajes que rompieron moldes muy encastrados en sus
sociedades. Si otra cosa no, merecen el gesto respetuoso de que nos quitemos
metafóricamente el sombrero ante ellos.
También lo ha merecido,
sin la menor duda, Federico Fellini.
(*) El sindicalista y sociólogo italiano Bruno Trentin anotó en su Diario, que utilizaba para menesteres muy distintos, la muerte de Fellini, con el comentario de que representaba todo lo que más odiaba y más amaba de su país.