La familia Ulises de Benejam,
al completo.
Cuando ingresé,
hace pocos días, en la comunidad del “facebú”, José Luis López Bulla (mi
padrino en la alternativa en cuestión) me señaló a la concurrencia como una persona
muy capaz de la hazaña de leer el Ulysses
de Joyce de cabo a rabo.
Lo cual es cierto,
pero no es nada de lo que me sienta especialmente orgulloso ni satisfecho. Fue más
bien un gaje de mi oficio, que ha sido, hasta que me jubilé, el de traductor,
corrector y editor de historias.
Ulysses es una secuela muy complicada y aleatoria del
arquetipo general del viajero que para llegar al destino deseado debe pasar por
mil peligros y peripecias. Fue Homero quien contó la historia original, en La Odisea. A partir del arquetipo,
muchos narradores eligieron su propio trayecto trufado de trampas y peligros
para contar historias concebidas a modo de guías para la navegación.
Para poner un
ejemplo lo más lejano posible a Joyce, ahí tienen “La familia Ulises”, del
dibujante Marino Benejam en el icónico TBO de mi niñez; protagonizaba aquellas
historietas un señor calvo y gordito, de clase media, que conservaba intacto el
optimismo vital después de mil desventuras y chascos a los que arrastraba a su
señora, a la abuela, a los hijos y al perro.
Señalo brevemente
otras odiseas memorables en la literatura universal:
1) La Commedia, de Dante Alighieri. En mitad
del recorrido de su vida el poeta se pierde en una selva oscura y acaba por
visitar sucesivamente el infierno, el purgatorio y el paraíso, lugares en los
que encuentra instalados a mil conocidos que le cuentan distintas historias, y
de donde vuelve más sabio y más consciente de las asechanzas de la vida. El
deseo de Dante al emprender el periplo era poder regresar en triunfo a Florencia,
pero no hubo manera. Murió refugiado en Ravenna, con su cabeza puesta a precio
en su ciudad natal.
2) Don Quijote, de Miguel de Cervantes. Hay
un contraste tragicómico entre el mundo de monstruos, gigantes, encantamientos
y hazañas que habita el hidalgo en su mente, y la dureza implacable de la
realidad degradada que le aguarda en sus sucesivas salidas. Dice el alias del
autor (el autor en realidad nunca lo afirma de forma taxativa) que Don Quijote
está loco, pero esa ha sido materia de discusión durante siglos. El propio
Cervantes le llama “ingenioso” en el título del libro. Al final de una de sus
frustrantes aventuras, en las que suele acabar molido a palos y derrengado, señala
el caballero la siguiente objeción para los “cuerdos” que se ríen de él: «Nadie
podrá quitarme la gloria del intento.»
3) La isla del tesoro, de R.L. Stevenson. Se
parte de la leyenda de un tesoro custodiado por un esqueleto, y de un mapa
posiblemente auténtico, y en el trayecto surge la competencia desleal del grupo
de filibusteros encabezados por Long John Silver, dispuestos a eliminar a
quienes financian la empresa para quedarse ellos con los réditos potenciales.
Jim Hawkins se mueve con astucia entre los dos grupos, sin aceptar nunca del
todo las reglas de los caballeros ni las de los piratas.
4) Peter Pan y Wendy, de James M. Barrie.
Una variante de la odisea de Stevenson, reducida a fábula para consumo infantil,
pero que va bastante más allá del público para el que fue escrita. Vuelve aquí
el mito de la isla (Nunca Jamás es otra versión de Ítaca, la patria soñada) y se
incluye el componente psicológico del niño que “no quiere crecer”, o dicho de
otro modo, que no quiere aceptar el decalaje existente entre lo que sueña y lo
que le ofrece la vida real. Peter Pan es otro Don Quijote.
5) El conde de Montecristo, de Alejandro
Dumas. También aquí aparece una isla del tesoro, a la que llega el héroe
después de mil penalidades. Lo importante, sin embargo, es lo que sucede
después: cómo, con el capital financiero puesto de repente a su disposición, la
antigua víctima propiciatoria de una sociedad injusta se transmuta en ángel
exterminador.
6) Cosecha roja, de Dashiell Hammett. El
agente de la Continental se traslada a Personville (más conocida como
Poisonville, “ciudad venenosa”) contratado por una persona que muere asesinada antes
de haber celebrado con él la primera entrevista. Alguien, sin embargo, le
encarga “limpiar” la ciudad de las bandas que la están ahogando. Es de nuevo la
lucha de Ulises, solo, contra los dioses, los monstruos, los elementos y la violencia
desencadenada. Poisonville volverá, al final, a ser Personville. Por en medio,
cincuenta y tantos asesinatos, no todos debidos a la misma mano, por supuesto,
y algunos incluso a manos del todo inesperadas.
7) El lago (Loon Lake), de Edgar L.
Doctorow. El viaje de ida y vuelta de Joe, un joven pueblerino, por los Estados
Unidos de los años de la Depresión. Una parábola deslumbrante que empieza
cuando una noche, desde un desmonte, un vagabundo ve por la ventanilla iluminada
de un tren de lujo a una Dulcinea seductora a la que seguirá a todas partes con
la fidelidad sin reproche de un caballero andante…, o con su equivalente en una
época ya muy diferente de la de la caballería.
8) El año del diluvio, de Eduardo Mendoza. El
prudente, sagaz y aventurero Ulises transfigurado en la joven e impetuosa madre
superiora de una orden religiosa que busca financiación para un hospital en la
Cataluña central. La peripecia la llevará por toda clase de despeñaderos, hasta
el punto de que en un momento especialmente surreal llega a decirse: «No sé si
Dios me somete a duras pruebas, o es que me está tomando el pelo.»
Además está, por
supuesto, el Ulysses de Joyce, un
empeño esforzado en construir una nueva epopeya total para un mundo en
disolución. Yo no recomiendo a nadie que empiece
a leerlo. Mi sensación es que el esfuerzo no compensa. Sí que recomiendo de
forma encarecida a quien lo haya empezado y se quede atascado en medio de un
océano de palabras abstrusas, que no siga
leyendo a toda costa. Leer debe ser siempre un placer; leer por obligación
es un suplicio terrible.