sábado, 25 de enero de 2020

OTRAS ODISEAS



La familia Ulises de Benejam, al completo.


Cuando ingresé, hace pocos días, en la comunidad del “facebú”, José Luis López Bulla (mi padrino en la alternativa en cuestión) me señaló a la concurrencia como una persona muy capaz de la hazaña de leer el Ulysses de Joyce de cabo a rabo.

Lo cual es cierto, pero no es nada de lo que me sienta especialmente orgulloso ni satisfecho. Fue más bien un gaje de mi oficio, que ha sido, hasta que me jubilé, el de traductor, corrector y editor de historias.

Ulysses es una secuela muy complicada y aleatoria del arquetipo general del viajero que para llegar al destino deseado debe pasar por mil peligros y peripecias. Fue Homero quien contó la historia original, en La Odisea. A partir del arquetipo, muchos narradores eligieron su propio trayecto trufado de trampas y peligros para contar historias concebidas a modo de guías para la navegación.

Para poner un ejemplo lo más lejano posible a Joyce, ahí tienen “La familia Ulises”, del dibujante Marino Benejam en el icónico TBO de mi niñez; protagonizaba aquellas historietas un señor calvo y gordito, de clase media, que conservaba intacto el optimismo vital después de mil desventuras y chascos a los que arrastraba a su señora, a la abuela, a los hijos y al perro.

Señalo brevemente otras odiseas memorables en la literatura universal:

1) La Commedia, de Dante Alighieri. En mitad del recorrido de su vida el poeta se pierde en una selva oscura y acaba por visitar sucesivamente el infierno, el purgatorio y el paraíso, lugares en los que encuentra instalados a mil conocidos que le cuentan distintas historias, y de donde vuelve más sabio y más consciente de las asechanzas de la vida. El deseo de Dante al emprender el periplo era poder regresar en triunfo a Florencia, pero no hubo manera. Murió refugiado en Ravenna, con su cabeza puesta a precio en su ciudad natal.

2) Don Quijote, de Miguel de Cervantes. Hay un contraste tragicómico entre el mundo de monstruos, gigantes, encantamientos y hazañas que habita el hidalgo en su mente, y la dureza implacable de la realidad degradada que le aguarda en sus sucesivas salidas. Dice el alias del autor (el autor en realidad nunca lo afirma de forma taxativa) que Don Quijote está loco, pero esa ha sido materia de discusión durante siglos. El propio Cervantes le llama “ingenioso” en el título del libro. Al final de una de sus frustrantes aventuras, en las que suele acabar molido a palos y derrengado, señala el caballero la siguiente objeción para los “cuerdos” que se ríen de él: «Nadie podrá quitarme la gloria del intento.»

3) La isla del tesoro, de R.L. Stevenson. Se parte de la leyenda de un tesoro custodiado por un esqueleto, y de un mapa posiblemente auténtico, y en el trayecto surge la competencia desleal del grupo de filibusteros encabezados por Long John Silver, dispuestos a eliminar a quienes financian la empresa para quedarse ellos con los réditos potenciales. Jim Hawkins se mueve con astucia entre los dos grupos, sin aceptar nunca del todo las reglas de los caballeros ni las de los piratas.

4) Peter Pan y Wendy, de James M. Barrie. Una variante de la odisea de Stevenson, reducida a fábula para consumo infantil, pero que va bastante más allá del público para el que fue escrita. Vuelve aquí el mito de la isla (Nunca Jamás es otra versión de Ítaca, la patria soñada) y se incluye el componente psicológico del niño que “no quiere crecer”, o dicho de otro modo, que no quiere aceptar el decalaje existente entre lo que sueña y lo que le ofrece la vida real. Peter Pan es otro Don Quijote.

5) El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas. También aquí aparece una isla del tesoro, a la que llega el héroe después de mil penalidades. Lo importante, sin embargo, es lo que sucede después: cómo, con el capital financiero puesto de repente a su disposición, la antigua víctima propiciatoria de una sociedad injusta se transmuta en ángel exterminador.

6) Cosecha roja, de Dashiell Hammett. El agente de la Continental se traslada a Personville (más conocida como Poisonville, “ciudad venenosa”) contratado por una persona que muere asesinada antes de haber celebrado con él la primera entrevista. Alguien, sin embargo, le encarga “limpiar” la ciudad de las bandas que la están ahogando. Es de nuevo la lucha de Ulises, solo, contra los dioses, los monstruos, los elementos y la violencia desencadenada. Poisonville volverá, al final, a ser Personville. Por en medio, cincuenta y tantos asesinatos, no todos debidos a la misma mano, por supuesto, y algunos incluso a manos del todo inesperadas.

7) El lago (Loon Lake), de Edgar L. Doctorow. El viaje de ida y vuelta de Joe, un joven pueblerino, por los Estados Unidos de los años de la Depresión. Una parábola deslumbrante que empieza cuando una noche, desde un desmonte, un vagabundo ve por la ventanilla iluminada de un tren de lujo a una Dulcinea seductora a la que seguirá a todas partes con la fidelidad sin reproche de un caballero andante…, o con su equivalente en una época ya muy diferente de la de la caballería.

8) El año del diluvio, de Eduardo Mendoza. El prudente, sagaz y aventurero Ulises transfigurado en la joven e impetuosa madre superiora de una orden religiosa que busca financiación para un hospital en la Cataluña central. La peripecia la llevará por toda clase de despeñaderos, hasta el punto de que en un momento especialmente surreal llega a decirse: «No sé si Dios me somete a duras pruebas, o es que me está tomando el pelo.»

Además está, por supuesto, el Ulysses de Joyce, un empeño esforzado en construir una nueva epopeya total para un mundo en disolución. Yo no recomiendo a nadie que empiece a leerlo. Mi sensación es que el esfuerzo no compensa. Sí que recomiendo de forma encarecida a quien lo haya empezado y se quede atascado en medio de un océano de palabras abstrusas, que no siga leyendo a toda costa. Leer debe ser siempre un placer; leer por obligación es un suplicio terrible.