Dashiell Hammett con Lilian
Hellman, su compañera en muchas batallas literarias y existenciales.
En La literatura en la construcción de la
ciudad democrática (Crítica, 1998), un conjunto de ensayos de muy larga
elaboración y en algunos casos con varias capas de reescritura, Manolo Vázquez Montalbán formula una declaración
sorprendente acerca del nuevo magisterio que irrumpe en los años veinte y
treinta del siglo pasado para cambiar los puntos cardinales de la literatura
tal como se había configurado a partir de Dickens por lo menos, y pasando por
Balzac, Tolstói o nuestro Galdós.
Manolo da cuatro
nombres como los adelantados de esa “nueva ola” que va a conformar un cosmos diferente
al servicio de las nuevas exigencias y preferencias de una cultura urbana “neocapitalista,
hipercompetitiva, durísima”, radicalmente distinta al paisaje literario ruralizado
que tendía antes a situar su centro de gravedad “lejos del mundanal ruido”.
Los cuatro nombres de
Manolo son los de Marcel Proust, James Joyce, Franz Kafka y Dashiell Hammett.
La sorpresa está en el último; los tres primeros estaban ya más o menos consagrados
como genios, pero Hammett se veía reducido por lo general a la categoría de un hábil
innovador de un género menor, el negrocriminal.
Para rescatar el
género negro del abismo de la crónica de sucesos, se recurre sin pensar mucho a
Crimen y castigo. Dostoyevsky es, a
fin de cuentas, un escritor “serio”, dedicado a contar cosas serias, al que se
le puede permitir una extravagancia ocasional. Hammett hizo lo mismo, en sustancia,
pero sin escribir además Los hermanos
Karamazov: tomó prestada la violencia imperante en la calle para profundizar
en la sustancia social de su época, en los cambios subterráneos, en los
fermentos destinados a convertir una sociedad armoniosamente dirigida por los
grandes propietarios rurales, en otra en la que el struggle for life adquiría tintes cada vez más dramáticos, y el
hombre tendía a establecer como su rutina normal el comportarse a todos los
efectos prácticos como un lobo para el hombre.
Marcel Proust
(1871-1922), el mayor de los cuatro jinetes del nuevo Apocalipsis, publica A la sombra de las muchachas en flor en
1918, al final de una guerra que ha liquidado toda una época (la belle époque). Proust es de alguna
manera aún Balzac, pero con otra vuelta de tuerca.
Le sigue James
Joyce (1882-1941). El Ulysses, que
disuelve en una nueva poética el gran relato decimonónico, aparece en 1922. Coetáneo
suyo es Franz Kafka (1883-1924), el más alegórico y profético de los
cuatro. La metamorfosis es de 1915; El proceso, de 1925, y El castillo, de 1926.
Dashiell Hammett
(1894-1961) es el más joven de los cuatro. Combate en Europa en la primera
guerra mundial, y vuelve a su casa tuberculoso y alcoholizado. Trabaja como
detective para la Agencia Pinkerton, empieza a escribir historias criminales
para la revista Black Mask, y sus
novelas importantes se inscriben en el contexto de la Gran Depresión: Cosecha roja (1929), El halcón maltés (1930) y La llave de cristal (1931).
Su prosa es directa
y concisa, utiliza con frecuencia la elipsis (es decir, el salto de la acción
de un momento significativo a otro, dejando al lector el trabajo de rellenar “todo”
lo ocurrido mientras tanto, con solo unos pocos elementos orientativos) y la
ironía, y describe un mundo despiadado, en el que la ética personal choca con
la corrupción pública imperante. Un panorama esencialmente “moderno” y
correspondiente a un desarrollo capitalista en el que la anterior figura
basilar del gentleman-farmer ha sido
sustituida por la del gangster alimentado
con el maná de la Ley Seca.
Hammett dejó de
escribir en 1934 y se dedicó al activismo político; militó en el partido
comunista desde 1937. Manolo Vázquez Montalbán siguió la trayectoria contraria:
fue primero comunista (nunca dejó de serlo) y después autor de novelas negras
protagonizadas por Pepe Carvalho, un Sam Spade posmoderno, al que adoptó porque
necesitaba una poética precisa que pusiera de relieve las diferencias entre la
fachada honorable de una sociedad hipócrita, y los corredores tortuosos del
interior del edificio, con toda clase de basura debajo de las alfombras y de
cadáveres ocultos en los armarios.
Harold Bloom no
incluye a Hammett en su nómina de cien genios de la literatura. Pero el caso es
que su huella sigue ahí. Noventa años más tarde, sigue siendo leído, y no decae
el poderoso atractivo de su obra para los escritores y cineastas de las últimas
generaciones.