domingo, 19 de enero de 2020

HAMMETT



Dashiell Hammett con Lilian Hellman, su compañera en muchas batallas literarias y existenciales.


En La literatura en la construcción de la ciudad democrática (Crítica, 1998), un conjunto de ensayos de muy larga elaboración y en algunos casos con varias capas de reescritura,  Manolo Vázquez Montalbán formula una declaración sorprendente acerca del nuevo magisterio que irrumpe en los años veinte y treinta del siglo pasado para cambiar los puntos cardinales de la literatura tal como se había configurado a partir de Dickens por lo menos, y pasando por Balzac, Tolstói o nuestro Galdós.

Manolo da cuatro nombres como los adelantados de esa “nueva ola” que va a conformar un cosmos diferente al servicio de las nuevas exigencias y preferencias de una cultura urbana “neocapitalista, hipercompetitiva, durísima”, radicalmente distinta al paisaje literario ruralizado que tendía antes a situar su centro de gravedad “lejos del mundanal ruido”.

Los cuatro nombres de Manolo son los de Marcel Proust, James Joyce, Franz Kafka y Dashiell Hammett. La sorpresa está en el último; los tres primeros estaban ya más o menos consagrados como genios, pero Hammett se veía reducido por lo general a la categoría de un hábil innovador de un género menor, el negrocriminal.

Para rescatar el género negro del abismo de la crónica de sucesos, se recurre sin pensar mucho a Crimen y castigo. Dostoyevsky es, a fin de cuentas, un escritor “serio”, dedicado a contar cosas serias, al que se le puede permitir una extravagancia ocasional. Hammett hizo lo mismo, en sustancia, pero sin escribir además Los hermanos Karamazov: tomó prestada la violencia imperante en la calle para profundizar en la sustancia social de su época, en los cambios subterráneos, en los fermentos destinados a convertir una sociedad armoniosamente dirigida por los grandes propietarios rurales, en otra en la que el struggle for life adquiría tintes cada vez más dramáticos, y el hombre tendía a establecer como su rutina normal el comportarse a todos los efectos prácticos como un lobo para el hombre.

Marcel Proust (1871-1922), el mayor de los cuatro jinetes del nuevo Apocalipsis, publica A la sombra de las muchachas en flor en 1918, al final de una guerra que ha liquidado toda una época (la belle époque). Proust es de alguna manera aún Balzac, pero con otra vuelta de tuerca.

Le sigue James Joyce (1882-1941). El Ulysses, que disuelve en una nueva poética el gran relato decimonónico, aparece en 1922. Coetáneo suyo es Franz Kafka (1883-1924), el más alegórico y profético de los cuatro. La metamorfosis es de 1915; El proceso, de 1925, y El castillo, de 1926.

Dashiell Hammett (1894-1961) es el más joven de los cuatro. Combate en Europa en la primera guerra mundial, y vuelve a su casa tuberculoso y alcoholizado. Trabaja como detective para la Agencia Pinkerton, empieza a escribir historias criminales para la revista Black Mask, y sus novelas importantes se inscriben en el contexto de la Gran Depresión: Cosecha roja (1929), El halcón maltés (1930) y La llave de cristal (1931).

Su prosa es directa y concisa, utiliza con frecuencia la elipsis (es decir, el salto de la acción de un momento significativo a otro, dejando al lector el trabajo de rellenar “todo” lo ocurrido mientras tanto, con solo unos pocos elementos orientativos) y la ironía, y describe un mundo despiadado, en el que la ética personal choca con la corrupción pública imperante. Un panorama esencialmente “moderno” y correspondiente a un desarrollo capitalista en el que la anterior figura basilar del gentleman-farmer ha sido sustituida por la del gangster alimentado con el maná de la Ley Seca.

Hammett dejó de escribir en 1934 y se dedicó al activismo político; militó en el partido comunista desde 1937. Manolo Vázquez Montalbán siguió la trayectoria contraria: fue primero comunista (nunca dejó de serlo) y después autor de novelas negras protagonizadas por Pepe Carvalho, un Sam Spade posmoderno, al que adoptó porque necesitaba una poética precisa que pusiera de relieve las diferencias entre la fachada honorable de una sociedad hipócrita, y los corredores tortuosos del interior del edificio, con toda clase de basura debajo de las alfombras y de cadáveres ocultos en los armarios.

Harold Bloom no incluye a Hammett en su nómina de cien genios de la literatura. Pero el caso es que su huella sigue ahí. Noventa años más tarde, sigue siendo leído, y no decae el poderoso atractivo de su obra para los escritores y cineastas de las últimas generaciones.