Panorámicas cruzadas: el castillo de Bled visto desde la isla, y el lago y la isla vistos desde el castillo.
Visitamos Bled, en los Alpes eslovenos, el 18 de septiembre de 2018. La
visión del lago glaciar, con el castillo colgado del acantilado y abajo, en la
isla, el campanario de la iglesia de la Asunción reflejado en las aguas de
color turquesa, resulta irresistible. Demasiado bella para ser real, y sin
embargo “es” real.
Se cruza el lago en barcas ligeras de dos remos verticales, manejados por
un solo remero. Las aguas son límpidas, la fauna lacustre se ve con toda
nitidez, como en un acuario.
Parejas de novios acuden desde todo el país a casarse a la iglesia del
lago y, siguiendo una tradición arraigada, el novio sube en brazos a la novia
por los 99 escalones de piedra que llevan del embarcadero a la puerta del
templo. A la novia se le impone una obligación paralela: la de no decir palabra
mientras dura el ascenso. Después de la ceremonia, entre los dos jalan una
larga cuerda para dar tres toques de campana, que supuestamente atraerán hacia
ellos la buena suerte.
El castillo que corona el acantilado es superlativamente estético, pero la
visita se reduce a una sucesión de cafeterías al aire libre, tiendecillas de
souvenirs, recreaciones históricas dudosas y amplias terrazas con vistas a los bosques de
coníferas que cubren el macizo de Triglav, donde se encuentra la mayor altitud del
país. Una clientela internacional acude a los balnearios de lujo de la
localidad, famosos por sus aguas termales. El marco paisajístico es admirable;
tan ajustado a la visión romántica de la naturaleza que se diría artificial.
Y no lo es, salvo por el mantenimiento exigente y escrupuloso del marco
natural y del medio ambiente. Una actitud inteligente por parte de las
instancias públicas de este pequeño país encantador, incrustado entre el mundo
alpino, la llanura danubiana y el Mediterráneo.
Las barcas regresando de la
isla.