Vista aérea de Dublín (foto
Harper’s Bazaar).
Ignacio Fariza
señala en El País que las multinacionales estadounidenses declaran en Irlanda el
52% de sus beneficios en el extranjero, a través de filiales creadas con ese
propósito.
Es obvio que un
país como Irlanda, con algo menos de 5 millones de habitantes, no consume toda
esa cantidad de productos de origen yanqui. Es, sencillamente, una cómoda pista
de aterrizaje para las multinacionales.
Entendámonos. Las
multinacionales no han desembarcado en Irlanda tecnología productiva punta, no
han creado factorías ultramodernas ni dado trabajo consistente a la mano de
obra del país. Se han limitado a abrir allí una filial, para lo cual les basta con
un local pequeño y discreto, posiblemente alquilado e incluso compartido, y a
colocar a su frente a una persona teóricamente responsable más un par de secretarias.
Después han contratado a un bufete prominente de abogados de Dublín para el
asesoramiento legal y la cobertura adecuada de imprevistos, y a partir de ahí se
han dedicado a canalizar los ingentes ingresos procedentes de los países
realmente consumidores de sus productos (Alemania, Francia, Italia, Gran
Bretaña, etc.; por supuesto, también España) de modo que estos pagan impuestos
─míseros─ según la laxa ley irlandesa, y van luego a almacenarse en las cajas B
de paraísos fiscales variados, desde donde eventualmente serán repatriados con discreción
al centro del Imperio.
Esto es el abc de
la finanza moderna, la cual se caracteriza por desatender las necesidades de la
producción de bienes y servicios para concentrarse en cambio en los vericuetos
de la “distribución” (lo pongo entre comillas para significar que se trata más
bien de un acaparamiento monopolístico). Empresas que ni son multinacionales ni
son yanquis, y algunas personalidades que, en razón de su posición de
privilegio en relación con la economía de un país grande o pequeño, manejan cantidades
sustanciales de dinero “internacional”, actúan desde el punto de vista fiscal del
mismo modo que las grandes empresas yanquis, las majors, como se las conoce.
Tal vez con una
diferencia; esas personas o entidades periféricas no tienen que dar cuentas
pormenorizadas a sus respectivas Haciendas. En cambio, la autoridad fiscal en
EEUU es terriblemente rigurosa: ni un centavo escapa a la supervisión vigilante
de su maquinaria bien engrasada. Las majors
saben que están obligadas a pagar la cuota completa y exhaustivamente
calculada que les corresponde por los beneficios obtenidos en los EEUU. De otro
modo, el cielo puede desplomarse sobre sus cabezas.
A cambio de ese
rigor, papá Fisco es muy muy indulgente con todo lo que ocurre de puertas
afuera. Las mangas y capirotes que hagan en el exterior las empresas de capital
yanqui funcionan en último término a favor del Imperio, de modo que por ahí no
se ponen trabas.
Este esquema es el
que sustenta la política de la softlaw en
el comercio internacional: la sustitución de las leyes de los Estados-nación
sobre la fiscalidad exigible a las grandes y en especial a las grandísimas
empresas, por tratados internacionales de libre comercio como aquel TTIP (Tratado
Trasatlántico de Comercio e Inversiones) que nos quitó el sueño antes de que la
llegada de la pandemia nos lo acabara de estropear.
El “nuevo paradigma”
globalizador en el que estamos inmersos no responde solo a un escalón
tecnológico más eficaz y sofisticado. La nueva forma de producir bienes es
asombrosa y tiene consecuencias profundas también en el modo de trabajar, pero
esa es solo la mitad de la historia. La otra mitad está referida al hecho de que
los beneficios que obtienen de la economía productiva los accionistas de las grandes
firmas y los fondos de inversión internacionales, son caca de la vaca al lado
de los que son capaces de conseguir de forma instantánea mediante las sutilezas
de la llamada “ingeniería financiera”, que en realidad es una forma de
extracción de rentas consistente en el desvío masivo de caudales hacia determinadas
cuentas anónimas de solidísimas entidades financieras fantasmas, caracterizadas
por una opacidad absoluta en su constitución, en su dependencia de los Estados
formalmente soberanos, en su forma de funcionar, y en el volumen de capitales internacionales
que manejan.
Un indicio de que no
les estoy contando historias para no dormir es la noticia reciente de que las
grandes fortunas del planeta han crecido durante la pandemia. Caen en picado
los PIBs, la economía productiva se desploma, se habla por todas partes de la
necesaria “reconstrucción”, y, hale hop, ahí tienen ustedes el último triple
salto mortal sin red de nuestra bella y acrobática ingeniería financiera, ágil
y radiante como si en el mundo no estuviera pasando nada, o cuando menos nada
que le impida imaginar recursos más y más sutiles para llenar los bolsillos de
sus favoritos de siempre.