lunes, 24 de agosto de 2020

NADA FUNCIONA DEL MODO CORRECTO

 

Vista aérea de Dublín (foto Harper’s Bazaar).

 

Ignacio Fariza señala en El País que las multinacionales estadounidenses declaran en Irlanda el 52% de sus beneficios en el extranjero, a través de filiales creadas con ese propósito.

Es obvio que un país como Irlanda, con algo menos de 5 millones de habitantes, no consume toda esa cantidad de productos de origen yanqui. Es, sencillamente, una cómoda pista de aterrizaje para las multinacionales.

Entendámonos. Las multinacionales no han desembarcado en Irlanda tecnología productiva punta, no han creado factorías ultramodernas ni dado trabajo consistente a la mano de obra del país. Se han limitado a abrir allí una filial, para lo cual les basta con un local pequeño y discreto, posiblemente alquilado e incluso compartido, y a colocar a su frente a una persona teóricamente responsable más un par de secretarias. Después han contratado a un bufete prominente de abogados de Dublín para el asesoramiento legal y la cobertura adecuada de imprevistos, y a partir de ahí se han dedicado a canalizar los ingentes ingresos procedentes de los países realmente consumidores de sus productos (Alemania, Francia, Italia, Gran Bretaña, etc.; por supuesto, también España) de modo que estos pagan impuestos ─míseros─ según la laxa ley irlandesa, y van luego a almacenarse en las cajas B de paraísos fiscales variados, desde donde eventualmente serán repatriados con discreción al centro del Imperio.

Esto es el abc de la finanza moderna, la cual se caracteriza por desatender las necesidades de la producción de bienes y servicios para concentrarse en cambio en los vericuetos de la “distribución” (lo pongo entre comillas para significar que se trata más bien de un acaparamiento monopolístico). Empresas que ni son multinacionales ni son yanquis, y algunas personalidades que, en razón de su posición de privilegio en relación con la economía de un país grande o pequeño, manejan cantidades sustanciales de dinero “internacional”, actúan desde el punto de vista fiscal del mismo modo que las grandes empresas yanquis, las majors, como se las conoce.

Tal vez con una diferencia; esas personas o entidades periféricas no tienen que dar cuentas pormenorizadas a sus respectivas Haciendas. En cambio, la autoridad fiscal en EEUU es terriblemente rigurosa: ni un centavo escapa a la supervisión vigilante de su maquinaria bien engrasada. Las majors saben que están obligadas a pagar la cuota completa y exhaustivamente calculada que les corresponde por los beneficios obtenidos en los EEUU. De otro modo, el cielo puede desplomarse sobre sus cabezas.

A cambio de ese rigor, papá Fisco es muy muy indulgente con todo lo que ocurre de puertas afuera. Las mangas y capirotes que hagan en el exterior las empresas de capital yanqui funcionan en último término a favor del Imperio, de modo que por ahí no se ponen trabas.

Este esquema es el que sustenta la política de la softlaw en el comercio internacional: la sustitución de las leyes de los Estados-nación sobre la fiscalidad exigible a las grandes y en especial a las grandísimas empresas, por tratados internacionales de libre comercio como aquel TTIP (Tratado Trasatlántico de Comercio e Inversiones) que nos quitó el sueño antes de que la llegada de la pandemia nos lo acabara de estropear.

El “nuevo paradigma” globalizador en el que estamos inmersos no responde solo a un escalón tecnológico más eficaz y sofisticado. La nueva forma de producir bienes es asombrosa y tiene consecuencias profundas también en el modo de trabajar, pero esa es solo la mitad de la historia. La otra mitad está referida al hecho de que los beneficios que obtienen de la economía productiva los accionistas de las grandes firmas y los fondos de inversión internacionales, son caca de la vaca al lado de los que son capaces de conseguir de forma instantánea mediante las sutilezas de la llamada “ingeniería financiera”, que en realidad es una forma de extracción de rentas consistente en el desvío masivo de caudales hacia determinadas cuentas anónimas de solidísimas entidades financieras fantasmas, caracterizadas por una opacidad absoluta en su constitución, en su dependencia de los Estados formalmente soberanos, en su forma de funcionar, y en el volumen de capitales internacionales que manejan.

Un indicio de que no les estoy contando historias para no dormir es la noticia reciente de que las grandes fortunas del planeta han crecido durante la pandemia. Caen en picado los PIBs, la economía productiva se desploma, se habla por todas partes de la necesaria “reconstrucción”, y, hale hop, ahí tienen ustedes el último triple salto mortal sin red de nuestra bella y acrobática ingeniería financiera, ágil y radiante como si en el mundo no estuviera pasando nada, o cuando menos nada que le impida imaginar recursos más y más sutiles para llenar los bolsillos de sus favoritos de siempre.