La Sibila Délfica. Miguel Ángel
Buonarrotti, Capilla Sixtina.
Dedicado a Gabriel Jaraba
Leo en facebook un
texto muy hermoso de Gabriel Jaraba sobre la escritura. Gabriel es un
periodista excelente, pero, humilde siempre, se culpa a sí mismo por no ser
siempre bien comprendido o bien interpretado.
Será, dice, que no
se expresa lo bastante bien. Sin embargo, escribir es siempre una batalla
perdida contra la polisemia y la ambigüedad fundamentales de la lengua que
utilizamos. Umberto Eco nos lo advertía en su ensayo sobre la traducción. Traducir
nunca es decir lo mismo sino, en el mejor de los casos, solo “casi lo mismo”
que el texto original. Y leer, incluso con un conocimiento acabado de la
lengua, un texto original también es siempre entender de forma aproximada lo que
quiso decir el autor.
Eco pone por
ejemplo el primer verso de un soneto célebre de Dante. «Tanto gentile e tanto onesta pare…», dice el poeta de Beatrice, y el
ilustre semiólogo nos explica de forma pormenorizada que ni “gentil” ni “honesta”
tenían en el siglo XIII los significados precisos y codificados que tienen para
un lector del siglo XX o XXI.
Estamos hablando del mejor de los casos posibles a considerar: el sentido propio de las palabras, sin enredos de subordinaciones sintácticas que lo oscurecen todo. Hay traducciones mucho peores. Recuerdo un chiste muy antiguo en el que alguien traducía la inscripción Ave Caesar morituri te salutant, por "las aves del César morirán por falta de salud", y añadía: "¡Qué importante es haber aprendido latín en la juventud!"
Después está la ambigüedad calculada. Es fama que
la Sibila de Delfos respondía a los guerreros que partían para Troya y querían
saber su destino: «Morirás No Volverás». El sentido era opuesto si colocabas
una coma antes del No, o la ponías detrás. La Sibila acertaba siempre.
O el doble sentido. En una canción de La Trinca (Homenatge, creo recordar que se llamaba), "S'ha acabat el bròquil" cantado por Raimon significaba "Ha caído la dictadura".
Sin tales
artificios por medio, muchas veces el lector entiende justamente lo contrario
de lo que el autor quiso decir. A veces es por distracción del lector; a veces,
del autor. Uno relee el mismo texto unos años después, y no entiende lo mismo.
Aparecen sentidos nuevos, otros que parecían inequívocos se han difuminado.
Y luego están los
sentidos adicionales que el autor puso sin querer en su texto; los “lapsus”, estudiados por
Sigmund Freud, reveladores de contenidos reprimidos, afloramientos parciales a
la superficie de un filón de sentimientos prohibidos y sumergidos que se pretendía
ocultar.
Lo que se escribe no
es nunca lo mismo exactamente que se piensa; aunque la diferencia sea solo la
retórica que se añade. Lo que se lee no es nunca lo que está escrito; siempre
hay una interpretación. Podemos alardear de ser objetivos y precisos, pero hemos de
conformarnos, nada más, con que uno y otro sentido, el del emisor y el del
receptor, sean, por lo menos, “casi el mismo”.