jueves, 6 de agosto de 2020

DEL EMÉRITO COMO FALSO NUEVE


Ilustración de la teoría del falso nueve.



No intento convencer a nadie de las bondades del régimen del 78: yo hace mucho que dejé de creer en los Reyes Magos.

Fue Santiago Carrillo, hace unos cuarenta y cinco años ya, quien nos convenció de la necesidad de aceptar la bandera, el himno y la institución monárquica, a cambio del permiso para competir en el terreno de juego realmente existente y en igualdad relativa de condiciones.

Le pasábamos factura a Santiago cada vez que las cosas se torcían. Las cosas, por cierto, se torcieron mucho y con mucha frecuencia. Queda en el terreno de los futuribles qué habría ocurrido de haber sido nosotros más intransigentes en tales cuestiones superestructurales y habernos atrincherado en nuestras fábricas, dispuestos a darlo todo en la lucha final.

La paciencia no ha sido nunca una virtud de la izquierda: más bien se ha cultivado la impaciencia, como dejó escrito en un verso Bertolt Brecht.

Algunas herramientas eficaces que parecían sólidas se rompieron en las manos de quienes forcejeaban para mantenerlas unidas. Nos vimos de pronto apartados al rincón de los que no tienen remedio, en una España solchaguiana en la que “quien no se enriquecía era porque no quería”.

Perdimos la credibilidad ante el electorado. No me chillen, fue así. Decimos que el electorado “vota mal” porque miramos la grandeza de nuestro ideal y no la miseria de nuestra propuesta. Los corruptos tuvieron más credibilidad que nosotros; su estribillo era: “Imitadnos, y veréis qué bien os va”.

Cambió el siglo, cayeron las torres gemelas, Irak fue invadido, Lehman Brothers quebró, y las troicas dieron instrucciones a todo el mundo sobre lo que debía ser hecho: austeridad, más austeridad, sacrificios, más sacrificios, habíamos vivido claramente por encima de nuestras posibilidades.

(Habían sido ellos mismos los que nos dijeron antes que nuestras posibilidades eran infinitas.)

Era el momento para nosotros de corregir errores en la pedagogía, de recurrir a los razonamientos en lugar de las consignas, de recomponer una unidad más flexible de las fuerzas de progreso, tan castigada por el horror que cada una de ellas sentía hacia las demás.

Costó, pero se consiguió. Cuando llegó la última pandemia (no fue la primera, caramba con todas las que habían venido antes), estábamos jugando de nuevo en Primera División.

Las combinaciones conjuntas del equipo de gobierno actual en el complejo juego táctico forzado por los destrozos del virus, han sido estupendas. No hemos ganado aún el partido pero vamos por delante en el marcador, imponemos el ritmo y disfrutamos de nuevo de aquella credibilidad añorada, mientras los Casado, las Ayuso y los Abascales de los Monteros de toda especie son recibidos con rechiflas allí donde van.

Ahora se ha ido de España, no el rey, ojo, no la institución, ojo, sino el figurón desacreditado. Un hecho trivial. Está protegido por una inmunidad muy discutible. Discútanla los juristas.

Lo verdaderamente penoso sería que el Emérito ejerciera de falso nueve, descolocara a nuestra defensa en línea y nos metiera un gol por la escuadra.

Ahora que vamos por delante en el marcador.