Ilustración de la teoría del
falso nueve.
No intento
convencer a nadie de las bondades del régimen del 78: yo hace mucho que
dejé de creer en los Reyes Magos.
Fue Santiago
Carrillo, hace unos cuarenta y cinco años ya, quien nos convenció de la necesidad
de aceptar la bandera, el himno y la institución monárquica, a cambio del permiso
para competir en el terreno de juego realmente existente y en igualdad relativa
de condiciones.
Le pasábamos factura
a Santiago cada vez que las cosas se torcían. Las cosas, por cierto, se torcieron
mucho y con mucha frecuencia. Queda en el terreno de los futuribles qué habría
ocurrido de haber sido nosotros más intransigentes en tales cuestiones superestructurales
y habernos atrincherado en nuestras fábricas, dispuestos a darlo todo en la
lucha final.
La paciencia no ha
sido nunca una virtud de la izquierda: más bien se ha cultivado la impaciencia,
como dejó escrito en un verso Bertolt Brecht.
Algunas
herramientas eficaces que parecían sólidas se rompieron en las manos de quienes
forcejeaban para mantenerlas unidas. Nos vimos de pronto apartados al rincón de
los que no tienen remedio, en una España solchaguiana en la que “quien no se
enriquecía era porque no quería”.
Perdimos la
credibilidad ante el electorado. No me chillen, fue así. Decimos que el electorado
“vota mal” porque miramos la grandeza de nuestro ideal y no la miseria de
nuestra propuesta. Los corruptos tuvieron más credibilidad que nosotros; su
estribillo era: “Imitadnos, y veréis qué bien os va”.
Cambió el siglo,
cayeron las torres gemelas, Irak fue invadido, Lehman Brothers quebró, y las
troicas dieron instrucciones a todo el mundo sobre lo que debía ser hecho:
austeridad, más austeridad, sacrificios, más sacrificios, habíamos vivido claramente
por encima de nuestras posibilidades.
(Habían sido ellos
mismos los que nos dijeron antes que nuestras posibilidades eran infinitas.)
Era el momento para
nosotros de corregir errores en la pedagogía, de recurrir a los razonamientos
en lugar de las consignas, de recomponer una unidad más flexible de las fuerzas
de progreso, tan castigada por el horror que cada una de ellas sentía hacia las
demás.
Costó, pero se
consiguió. Cuando llegó la última pandemia (no fue la primera, caramba con
todas las que habían venido antes), estábamos jugando de nuevo en Primera
División.
Las combinaciones
conjuntas del equipo de gobierno actual en el complejo juego táctico forzado
por los destrozos del virus, han sido estupendas. No hemos ganado aún el
partido pero vamos por delante en el marcador, imponemos el ritmo y disfrutamos
de nuevo de aquella credibilidad añorada, mientras los Casado, las Ayuso y los
Abascales de los Monteros de toda especie son recibidos con rechiflas allí
donde van.
Ahora se ha ido de
España, no el rey, ojo, no la institución, ojo, sino el figurón desacreditado.
Un hecho trivial. Está protegido por una inmunidad muy discutible. Discútanla
los juristas.
Lo verdaderamente penoso
sería que el Emérito ejerciera de falso nueve, descolocara a nuestra defensa en
línea y nos metiera un gol por la escuadra.
Ahora que vamos por
delante en el marcador.