Hace un año justo,
escribí un post dedicado a Penélope, la primera heroína femenina de la
literatura (1). Estuve buscando entonces por todas partes, y no lo encontré, mi
ejemplar de La hija de Homero, una
novela de Robert Graves publicada originariamente en 1955, que solo por aproximación podría llamarse histórica.
Graves parte de una hipótesis apuntada por Samuel Butler en 1896, según la cual
la Odisea tal como la conocemos sería
una reelaboración o remake del mito
original. La audaz reivindicadora del
universo femenino antiguo que la habría escrito sería una princesa siciliana,
que conocía a la perfección su isla pero no había visto jamás Ítaca, Zacinto, Same
y el resto de las islas jonias que fueron la patria de Odiseo; por lo que
cometió algunos errores geográficos.
El motivo que
habría tenido esa “hija de Homero” al recopilar los cantos antiguos y darles un
sentido nuevo habría sido sacar a Penélope de la compañía de las grandes
adúlteras de la guerra troyana ─Helena y Clitemnestra en cabeza─ y convertirla
en un modelo de lo contrario: la lealtad, la constancia, la firmeza de ánimo,
virtudes femeninas ejemplares pero poco valoradas, así en el mundo antiguo como, por
desgracia, en el contemporáneo.
Pues bien, ayer, revolviendo en busca de un volumen distinto, encontré el libro
desaparecido, “del estante en un ángulo oscuro”: Edhasa 1980 (hay ediciones
anteriores), traducción de Floreal Mazia.
Y me he puesto a
releerlo. Se supone que quien escribe es la princesa Nausícaa (el nombre
significa “quema de barcos”), descendiente del héroe Egesto, que luchó en Troya
junto a Príamo, escapó de la matanza junto a Eneas, y fundó en la punta
occidental de Sicilia, frente a las islas Égadas, la ciudad de Erix (actual
Erice, junto a Trápani).
Nausícaa, y aquí el
libro se aleja de la estricta hipótesis histórica para entrar directamente en
la ficción, reconvierte a la zascandil de Penélope (según los mitos primitivos,
se acostaba con todos los pretendientes para acabar con las dudas de si le
interesaba más este o el otro) a partir de su vivencia propia, de modo que se
propone a sí misma como modelo de mujer, además de duplicarse en la Nausícaa
del poema, un personaje secundario en las aventuras de Odiseo, pero que ayuda positivamente
al héroe.
Graves sitúa la
existencia de esa rapsoda ─“hija de Homero”─ hacia el 700 a.C., mucho después del relato de
la Ilíada. La narradora define a los
dorios como bárbaros y ensalza la civilización refinada del entorno mediterráneo,
desde Cnossos hasta la propia Sicilia, Mauritania o Tartessos, en Iberia. Es
una civilización donde el elemento femenino importa, donde la diosa-madre Rea
no ha sido sustituida enteramente por Zeus, donde el orden social se construye
en torno a los telares de los gineceos, y no en las salas de banquete en las
que fanfarronean los héroes voraces, sacrificadores de bueyes, cerdos y
cabritos sin número, y bebedores de litros y más litros de vino rojo hasta perder
todo sentido de la decencia y de los contornos de la realidad.
La hipótesis de
Butler es seductora, y la novela de Graves es espléndida. En cualquier caso, me
apunto a la idea de que las dos grandes epopeyas de Homero no son correlativas
entre sí respecto de una misma realidad, sino que dibujan dos mundos muy distintos: brutal sin más el de la
Ilíada, sujeto al capricho de los dioses; y abierto a la libertad de elegir y al
progreso humano, el de la Odisea.