Dayot Upamecano, defensa
central del Leipzig.
Vamos a hablar
claro: el fútbol sin parafernalia es un palo.
No lo digo por los
ocho goles. Oigan, le metimos dos al todopoderoso Bayern, y de haber sido un
poco más cuidadosos en defensa y con alguna ayudita más del VAR, estaríamos en
semifinales. No, no lo digo por eso, sino porque el momento sublime del gol
decisivo pierde toda su gracia si uno no puede colocarse un dedo ante la boca
para reclamar silencio a un estadio hostil, o alternativamente besarse el
escudo de la camiseta delante de un estadio entregado.
O sea, si el
estadio está vacío, si faltan el rugido y/o el lamento de las cien mil bocas,
¿dónde está la gracia del gol decisivo?
La objeción es
extensiva a otros deportes. ¿Quién va a tener la santa paciencia de ver mañana,
tarde y noche las interminables retransmisiones de unos Juegos Olímpicos, si
cuando por fin sube nuestra bandera al mástil de las medallas no hay una
multitud en pie y la mano al pecho, guardando un silencio religioso mientras
dura el himno para luego corear ese “¡Bieeeen!” que se extiende de forma
instantánea a todos los rincones del planeta?
Si el mundo no nos
mira, ¿para qué molestarnos en competir? El mundo no mira a nuestro esforzado
corredor de mil quinientos, el mundo mira las banderas y escucha los himnos. El
resto es una pasión inútil, como señaló Jean-Paul Sartre, o “une sale manie”, como le retrucó
Georges Brassens.
La parafernalia del
deporte son los hooligans que invaden nuestras terrazas, se beben nuestra
cerveza y la mean en nuestras esquinas antes de pasar por comisaría bajo la
acusación de altercado público. Con la nueva normalidad, esos hooligans se emborracharán
en sus casas, bebiendo su cerveza y meando en sus inodoros. Nuestros guardianes
del orden público se estarán mano sobre mano. Perderemos incluso los salarios
precarios de las brigadillas de la limpieza contratadas al efecto por nuestros
ayuntamientos.
¿Dónde está la
gracia?
Ayer hablaba en
esta bitácora de ideas y de emociones. La idea del fútbol sin la emoción
compartida por la hinchada fiel, no es nada. Naíca de ná, como dicen en la Vega
del Genil. No eran Pep Guardiola, Jürgen Klopp o Zinedine Zidane los que
ganaban las grandes copas gracias a su superior conocimiento de la enrevesada táctica
del falso nueve; eran en realidad las hinchadas multitudinarias las que
llevaban a las grandes finales europeas a sus onces favoritos, con los estadios
vibrando al unísono en las grandes remontadas.
Este año, jugando de
vacío y en campo neutral, ni la Premier, ni el Calcio ni la Liga están en las
semifinales. Dos equipos alemanes y dos franceses: burguesía acomodada del deporte
rey, pero no aristocracia. La estrella en el candelero no es ni Lionel Messi ni
Cristiano Ronaldo, sino un defensa del Leipzig llamado Dayotchanculle Upamecano.
Sobran comentarios.
Decían los antiguos
hace una eternidad (unos seis meses), que el VAR iba a salvar el fútbol
moribundo, en las decisiones a favor, o bien iba a acabar de golpe con todas
las esencias deportivas, en las decisiones en contra.
No era el VAR, era
la parafernalia. Sin parafernalia, el deporte rey pasa a ser un rey emérito.