Enric Juliana Ricart (Foto,
Diálogos Andalucía-Catalunya)
Una galopada a
ritmo frenético me llevó ayer hasta el final del libro de Enric Juliana (‘Aquí
no hemos venido a estudiar’, Arpa 2020). No era mi plan, mi intención era seguir
una lectura más pausada, pero toda la parte final del libro es una exhalación.
Juliana es por encima de todo un periodista, y sabe atraer y dirigir la
atención del lector. Con este libro, además, se la ha jugado a cuerpo gentil.
Comparecen Stalin y Carrillo, Tito, Mao, Semprún y Claudín, Deng y Gorbachov (“Es
un idiota”, la lapidaria opinión del primero sobre el segundo), la Caverna de
Platón y el Pont del Petroli, con muchas personas y escenarios más, pero
comparece sobre todo Enric Juliana manejando los temas y los tiempos en un
caleidoscopio muy medido, en el que sin duda faltan muchas claves, pero todas
las que nos ofrece son certeras.
El libro es un
repaso de lujo a una cuestión de orden general, por mucho que se planteara en un
momento (1962) y en un lugar dado (penal de Burgos). Cada cual habrá de
responder a la pregunta, “¿Hemos venido a estudiar aquí, o hemos venido a otra
cosa?”, desde su propio “aquí”. En el curso del laborioso ensayo de respuesta, Juliana
avanza muchos insights, muchas
sugerencias e hipótesis aventuradas, que deja suspendidas en el aire desde un
ánimo de levedad, de juego. Bien hecho, porque si la Historia con mayúscula
arrumba primero y tritura después todos los dogmatismos y las grandes teorías
explicativas, en la intrahistoria y la criptohistoria las síntesis son
sencillamente imposibles.
Me limito a comentar
una sola sugerencia, apuntada por Juliana y atrapada al vuelo por mí. Pág. 249:
«[los comunistas] … discutían mucho y
no tenían suficiente capacidad para convertirlo en un producto interesante para
la sociedad que surgía del neocapitalismo. No disponían del método adecuado
para convivir de una manera estable con la divergencia de opiniones. No podían convertir
su diversidad de opiniones en un hecho ‘alegre’.»
Y un poco más
abajo, con el mismo ánimo juguetón: «El género humano, dramáticamente
sobrevalorado por el marxismo, necesita reír y hacer el tonto.»
Está por una parte
el mecanismo del centralismo democrático, que tanto reforzaba a las direcciones
en perjuicio de las bases. No era un buen método, salvo como freno de mano en
una emergencia. En Comisiones Obreras lo vivimos de una manera bastante desgarrada:
nuestros análisis concretos sobre la realidad concreta chocaban con la rigidez
de las militancias. En el terreno social la discusión era fructífera en
general, pero en las decisiones políticas, gentes que nos habríamos puesto de
acuerdo para un sí o un no en cinco minutos, no teníamos permitido ceder y nos
retirábamos con armas y bagajes a los cuarteles de invierno de los acuerdos del
propio comité central. Algunos tuvimos siempre más problemas en nuestra propia
casa que con los compañeros de otras casas distintas.
Por otra parte, el
párrafo de Juliana evoca el desfase permanente entre el futuro luminoso que es
posible percibir a través del estudio de la teoría, y el presente constreñido
de unas personas que desean por encima de todo trabajar y vivir, trabajar bien y
vivir bien también. «Reír y hacer el tonto» como un ingrediente más de la buena
vida, del buen trabajo, de la dignidad personal e intransferible. Algo situado
más allá de la cuestión crucial de si “aquí” hemos venido a estudiar, o bien a
otra cosa.
Aquí lo dejo.