Vivir
con el alma aferrada
a un dulce recuerdo
que lloro otra vez.
Carlos
GARDEL, ‘Veinte años no es nada’
Me gustaría
coincidir con el análisis de Joan Coscubiela, publicado en elDiario.es (1). Dice
Joan que Cataluña va camino de la decadencia, pero aún tiene remedio. Esta
sería la solución, en sus palabras: «En un mundo que, cada vez más, se
construye alrededor de grandes regiones metropolitanas, en las que vive el 80%
de la población mundial, Catalunya dispone de una gran baza, el área
metropolitana de Barcelona con capacidad para ser el eje que articule una gran
región mediterránea en el marco de la Unión Europea.»
Creo que algo así
era posible plantearlo hace tres años; no ahora. Fue la idea de Pasqual
Maragall, en un tiempo más feliz que el presente. La pandemia no solo ha
arrumbado la mera idea de una República Catalana independiente funcionando a
tope dentro de una Unión Europea situada en el centro mismo de un mundo global
e interconectado. También ha dejado a las “grandes regiones metropolitanas” en
cuarentena, como hábitats insalubres, focos calificados de contagio por virus
de corona u otros, impredecibles.
Un mundo cuya
población vive en un 80% en aglomeraciones humanas concebidas como redes complejas
de producción y de servicios, es un mundo insostenible. Hace tres años no lo
sabíamos, hoy sí. A nuestra costa. Va a ser necesario repensar a fondo la
geografía, el territorio. Más aún, repensar todo el diseño: reciclar,
aproximar, redistribuir, llenar los espacios vacíos, producir con energías
limpias, de un modo más inclusivo y menos precario.
Hace tres años, en
un arranque de (mal) genio, el Parlament de Cataluña decidió ensimismar al
país. El pecado no estuvo en poner las urnas el 1 de octubre, aquello fue un happening más, como los que venía
montando la ANC con el permiso y el aplauso discreto de la superioridad
convergente.
Hubo represión
policial, brutal en casos puntuales, excesiva en todos. Se denunció la
represión, y hubo una ola de solidaridad en España en relación con el tema. Podía
haberse reconducido el conflicto a partir del nuevo clima creado, pero fue el momento
elegido, por una mayoría parlamentaria que se creyó justificada para todo, para
sacar adelante la declaración unilateral de independencia votada en el mes de octubre.
Se rompió a
conciencia con el Estado de Derecho, con toda legitimidad, con el respeto
mínimo a la discrepancia que es el florón de cualquier Estado democrático.
La independencia
duró ocho segundos.
Las simpatías despertadas
en la España progresista por los sucesos del 1 de octubre se retrajeron de
inmediato. Todo fue rápidamente a peor.
Han pasado tres
años. Veinte años quizá no es nada, pero tres nunca pasan en balde.
Coscubiela analiza de forma certera la catástrofe total que se ha ido desparramando
a partir de aquella colisión original mal calculada, “de farol” según valoración
de Clara Ponsatí, una de sus valedoras más destacadas.
Hoy no estamos en una
Cataluña “camino” de la decadencia, como titula Joan Coscubiela. Hemos llegado
a la estación término. No manejamos los mandos de la locomotora, ni siquiera en
compañía de otros; estamos en el furgón de cola de un convoy detenido que otros
habrán de poner de nuevo en marcha.
Pasarán años, quizá
muchos, antes de que aparezca un remedio para esta situación empantanada. De
momento, al procesismo le va bien en términos de voto jugar a la contra,
incluso a la contra de sí mismo. Ensimismamiento en conflicto con sus propias
partes componentes.
Y la oposición
vegeta en su propia burbuja.