Gráfico de la disposición de
las dos flotas enfrentadas, en el inicio de la batalla de Salamina (fuente,
sobrehistoria.com)
Tenemos muy cerca
de casa el estrecho brazo de mar donde se desarrolló la batalla de Salamina. En
la cima del monte Egáleo, una elevación modesta que domina el golfo Sarónico,
colocó un sitial el rey Jerjes para presenciar con toda comodidad el choque
naval. “Vaya cara se le debió poner”, comenta mi nieta.
Cuenta Heródoto que
la noche anterior a la batalla los generales griegos celebraron consejo de
guerra, y el debate acabó como el rosario de la aurora.
Los aliados de las
ciudades libres habían dado un repaso a los invasores en Maratón, pero aquello
no impidió el desembarco de efectivos enemigos ingentes en otros lugares. La
prudencia había aconsejado abandonar Atenas al ejército persa. El estratego
ateniense Temístocles explicó a la asamblea que había tenido un sueño (entonces
se creía mucho en los “sueños orientados” por las divinidades) según el cual
las murallas que defenderían Atenas eran de madera, y móviles. En una
palabra, la flota.
Se construyeron apresuradamente
barcos de guerra en un número tal como nunca lo había habido en la historia de
la ciudad. Ahora ese “muro” estaba abrigado en los puertos de la isla de Salamina,
y se discutía lo que se debía hacer a continuación.
Los espartanos
consideraban que la mejor opción era retirarse todos detrás del golfo de
Corinto y defender desde allí el Peloponeso; los atenienses eran partidarios de
hostigar a los persas desde la base de Salamina, aprovechando la mayor experiencia
marinera de los griegos frente a un ejército mayormente de secano.
Fueron los
espartanos quienes acabaron por imponer su opinión frente a Temístocles y la
minoría ateniense. Se acordó, en una sesión vespertina rica en insultos y
juramentos, que la flota zarparía la mañana siguiente hacia Corinto, y allí se determinaría
el paso siguiente con más calma. Temístocles se fue entonces, ya de noche cerrada
y a escondidas, al campamento persa, vio en persona a Jerjes, le contó ce por
be el plan de los griegos, e insistió en que el Gran Rey podía obligarles a
luchar si taponaba la salida del “cul-de-sac” donde se habían resguardado.
Jerjes quedó
convencido, dio las órdenes oportunas, y por la mañana los griegos se vieron
ante una situación sin alternativa: vencer para no ser aniquilados.
Vencieron.
No eran superiores,
salvo en experiencia náutica. En las batallas decisivas siempre aparece un
elemento imponderable que las inclina a un lado o al otro. No es en absoluto
que Dios ayude a los “buenos” (véase el ejemplo contrario en este mismo blog, http://vamosapollas.blogspot.com/2020/06/la-leccion-de-hattin.html), sino que un primer desequilibrio, un breakthrough logrado con empeño y algo
de suerte, puede agrandarse de repente y forzar en definitiva una desbandada despavorida
de quienes tenían concedida la superioridad en los pronósticos previos.
Temístocles dirigió
a los griegos en la batalla, después de haberla forzado con un recurso extremo.
De haberle salido mal la jugada, habría sido condenado a muerte por traición a
los suyos. Su destino, con todo, no fue muy distinto. Aclamado inicialmente como
héroe, no se libró de críticas de resentidos, y más tarde se vio condenado al
ostracismo. Acabó sus días en el papel de asesor experto en el mundo griego,
precisamente en la corte de Jerjes, que tuvo la grandeza de considerar que su consejo
en la noche de Salamina había sido bueno, por más que él no lo hubiera sabido aprovechar.
¿Qué tiene que ver
toda esa historia antigua con las cosas de ahora mismo? Quizás la lección sea que
la confianza en las propias fuerzas por parte de una coalición heterogénea, incluso
aunque no aparezca una división de opiniones estratégica, no ayuda tanto en las
grandes pruebas como la voluntad común de persistir, de abrirse paso frente a
las políticas de bloqueo utilizadas por los prepotentes.