Soplando las velas de mi
último cumpleaños, en Egáleo. Las candelas son diez, todas las que teníamos en casa, y los
años 76 (7,6 años por candela). Pero lo importante es lo que hay debajo: un
tiramisú creado por mi hija Albertina. Oigan, yo soy ya como los lirios del
campo, ni trabajo ni hilo; pero por estas que ni Salomón, en todo el esplendor
de su gloria, probó un tiramisú como ese. (La foto la tiró con su móvil mi
nieta Carmelina).
Ayer
en FB un amigo lanzaba la pregunta irónica de si las personas de izquierda
debemos permitirnos comer jamón de Jabugo.
Al
respecto hay dos líneas de pensamiento: hay quien reivindica estéticamente la
pobreza, quien rechaza la vida de los ricos como una excrecencia que es preciso
extirpar de nuestra vida de izquierdistas como un tumor maligno.
Es
una forma de hacer de la necesidad virtud.
Prefiero
reivindicar justamente lo contrario: la redistribución de la riqueza, el disfrute
sin complejos de todas las cosas buenas que las gentes de muchos posibles
consideran “exclusivas” de los de su casta.
El
comunismo no es ninguna variante del «arte povera», sea este lo que fuere. De
la tesis central de la igualdad y de la puesta en común de la riqueza, no se
deprende ninguna idea de renuncia, antes al contrario.
Invoco
en apoyo de mi tesis un recuerdo de Rossana Rossanda. Corresponde a una
entrevista de Marco d’Eramo, aparecida en MicroMega en 2017 y republicada ahora
mismo, al hilo de su fallecimiento. El entrevistador pregunta por los maoístas
italianos. Rossana responde que nunca entendió la actitud “eclesiástica” de
algunos de ellos, que predicaban la necesidad de vivir como pobres. Y añade: