Rafael Sánchez Ferlosio
(fuente, La Voz de Galicia).
Lo anunció Rafael
Sánchez Ferlosio, en una de sus últimas entregas: «Vendrán más años malos y nos
harán más ciegos». La clavó.
Son los años malos,
seguramente, lo que nos ciega. En los ochenta del siglo pasado Margaret
Thatcher teorizó que la sociedad no existe, solo hay individuos listos que
medran a partir de su egoísmo, e individuos tontos que entregan la cuchara en
uno u otro momento, y desaparecen de la historia. A propósito, según Thatcher
la historia tampoco existe. Si la sociedad no existe, no hay socialismo
posible; si no existe la historia, no hay ninguna lección que debamos aprender
de ella. Todo se reduce a movimientos peristálticos en busca del provecho
egoísta de cada cual. Quien acierta al colocar sus apuestas, pasa a pertenecer
al club. Quien falla y muere en el intento, que se joda.
Las enseñanzas de
la señora Thatcher han calado en una ciudadanía desamparada por la desaparición
del Estado social (ya se ha dicho que lo “social” no existe para los neoliberales;
en cuanto al Estado, por el mero hecho de serlo debe ser severamente limitado y
castigado. Esa es la doctrina).
Las huestes
comandadas por Ayuso han aplicado recientemente la receta thatcheriana, pasada
por Trump, en un entorno próximo al nuestro, con gran éxito de público y el
encendido aplauso de la crítica mediática y mediatizada.
Conviene
puntualizar, entonces, que la irresponsabilidad no es libertad, por mucho que
la llamen así. No lo ha sido nunca hasta ahora, y es un poco tarde para innovar
en el tema. Lo más grave, con todo, no ese pase de birlibirloque que se ha dado
desde el escenario a la ciudadanía madrileña, sino el hecho cierto de que a esa
ciudadanía se la pretende utilizar luego como munición destinada a batir contra
los muros del nuevo Estado social que está intentando desplegar el Gobierno de
coalición progresista a partir de una mayoría parlamentaria bastante precaria.
Es la sanidad
pública. Es la educación cívica. Son las relaciones laborales basadas en el
diálogo ¡libre! entre las partes. Es el salario menos mínimo. Son las pensiones
menos escuálidas. Son los medios imprescindibles para una vida decente para
todos/as.
Peligra la
viabilidad de un gran pacto social que sucedería al que existió en los llamados
Treinta Años Gloriosos (en otros países, aquí en España teníamos franquismo al
ajo y agua). Algunos historiadores y economistas lo han llamado “pacto fordista”,
por el sistema de producción en serie, en grandes fábricas, creado y promovido
por el industrial americano Henry Ford. Las notas de ese pacto eran la garantía
de pleno empleo, salarios suficientes para convertir a los obreros en
consumidores, y protección social sin exclusiones a la ciudadanía, con cargo a
los presupuestos del Estado. A cambio, subordinación total de la fuerza de
trabajo a la forma de organizar la producción de mercancías y servicios por
parte del empresariado.
El pacto fordista
fue desmantelado progresivamente, a partir de las ideas de gente como Hayek y
Friedman, y de la práctica política de líderes mundiales como Thatcher, Ronald Reagan
y Tony Blair. Sin embargo, solo se desmanteló lo relativo a las obligaciones
del Estado, en tanto que los trabajadores siguieron enteramente subordinados (o
programados, gracias a la invasión de las nuevas tecnologías informáticas) a
sus empleadores.
Es seguramente oportuno
y urgente resituar aquel antiguo gran acuerdo, más keynesiano o beveridgiano que
fordista, pero no para repetirlo (somos muy conscientes de sus limitaciones),
sino para innovar a partir de sus fundamentos, que no deben ser otros que la
libertad, más la responsabilidad, de las partes sociales contratantes a través
de sus organizaciones.
Lo tengo escrito en
un papelito de color rosa que ronda encima de mi mesa desde hace ya varios
años. Se trata de una cita del profesor en el Collège de France Alain Supiot,
en su libro “El espíritu de Filadelfia” (Península 2011, traducción de Jordi
Terré, pág. 132). Dice así:
«El desmantelamiento del ‘pacto fordista’ permite
vislumbrar un nuevo pacto social que se fundaría en la libertad y la
responsabilidad de las personas, y ya no en su subordinación o en su
programación.»
El casoplón de
Galapagar es peccata minuta en este pleito. Contra quien apuntan sus baterías
mediáticas los grandes de este mundo es contra una ciudadanía libre y
responsable, no subordinada y no programada.