El lago Atitlán (Guatemala),
con dos de sus tres volcanes como fondo. Es uno de los escenarios “exteriores”
de la novela de Tessa. (Foto, Carles Rodríguez Martorell.)
Después de leer las
pocas páginas que me faltaban, termino de componer mi pequeña excursión por “La
pell girada”, novela de Tessa Julià Dinarès publicada por Editorial Gregal, en 2018.
Por desgracia, la casa editora ha cerrado mientras tanto. (La propia Tessa administra
los restos de la edición.)
Evitaré un spoiler inoportuno. Constato que el
final que me quedaba por leer completa la parábola oculta en la arquitectura compleja
de la novela. Decía ayer que se trata de una novela muy construida, en la que
se ensamblan el pasado y el presente, y se explican mutuamente. El desenlace de
la trama dispara el presente hacia nuevos horizontes (París, Guatemala, tal vez
Argentina), y el pasado funciona como el estribo necesario para tender un
puente entre lo que fue y lo que será, evitando caer en las trampas de la
compasión que suelen aparecer siempre por en medio en las situaciones
interpersonales.
Es importante lo de
las trampas. En el diálogo silencioso que mantiene Eulàlia con su hijo Lluc a
lo largo de toda la narración, esta es su forma puntual de reaccionar frente a
una situación determinada, que la sobrepasa y la irrita: «Ser al costat de les
persones que estimes té un preu. A partir d’ara viuria la vida al meu aire i
faria el paperet quan convingués.» (Estar al lado de las personas que quieres
tiene un precio. A partir de ahora viviré la vida a mi aire y disimularé cuando
convenga. - P. 139) Toda la novela funciona como un desmentido de la validez de
esa trampa. Mentir para no hacer daño a quienes están a tu lado no es ni
saludable ni sostenible. Significa a la larga emborronar la propia vida, que es
intransferible, y convertirla en una ficción para uso ajeno.
Otras cosas, quizás
minúsculas, me han llamado la atención en esta lectura: la “banda sonora”, por
ejemplo. Cada situación está subrayada por un hilo musical expresamente
mencionado: de Compay Segundo a Dire Straits, de “Flor de Lino” a “Rien de rien”.
Un lujo sonoro que acompaña al fluir de las palabras en el tiempo.
La música viene a
plantearse también como una fuga (en el sentido de Bach) de las aristas
destructivas de aquel debate agrio e interiorizado de los tiempos de la emersión
democrática. Una pregunta de la protagonista, dirigida a nadie en particular
(traduzco): «¿En qué momento el debate deja de aportar fruto y se transforma en
una pelea desnuda y cruda, en tierra yerma?» (p. 137)
También, a medida
que la historia avanza, hay cambios sutiles en el escenario: al principio es el
casco urbano de Terrassa, sus calles recorridas muchas veces, sus centros de
reunión social, los lugares cerrados de las asambleas. Desde allí, la acción
deriva en buena parte hacia los paisajes de la serra de l’Obac y se remansa en entornos
más naturales: una casa junto a un bosque en Vacarisses, un huerto ecológico en
Talamanca, una vivienda de Matadepera reconvertida en restaurante con terraza.
Y finalmente, está un
toque íntimo, esa sororidad propicia a la confidencia que se despliega de forma
espontánea en las cocinas, un espacio casi privado de las mujeres. Allí se cambia
y se precisa la perspectiva del mundo, al tiempo que se prepara una comida
sabrosa. Un tomate mordido cumple en una escena la misma función de la
magdalena de Proust; una tortilla de alcachofas bien guisada o una ensalada de
pasta se convierten en elementos trascendentes para desanudar tensiones
familiares entre esas personas que están “al lado”, divididas entre tres
generaciones sucesivas, contrapuestas por mentalidad y por culturas diferenciadas,
casi (pero solo casi) incompatibles entre ellas.