El alcalde de un
municipio soriano ha contratado a una psicóloga para tratar de insuflar un poco
de autoestima, o de conformidad, a los restos desperdigados de un ejército
rural en derrota. Visto desde lejos, parece un esfuerzo inútil dadas las
limitaciones del censo de población y el dato irreversible de la edad avanzada
de los últimos mohicanos que resisten parapetados junto al brasero.
Las dos obsesiones
de los municipios rurales en la España del desarrollo fueron la piscina y el
polideportivo para los jóvenes, y el Hogar o el Casal para la tercera edad.
Espacios para la socialización. Pero la socialización está ya dada en todas sus
dimensiones en unos pueblos donde todos se conocen desde siempre, y todos se saben
de memoria todas las viejas rencillas entre los bisabuelos, y todos se duermen
contando las ovejas.
Hace ya algunos
años, aprovechamos Carmen y yo unas vacaciones de semana santa para visitar los
Arribes del Duero. Situamos nuestra base de partida en la fonda de un pueblo
pequeño, provincia de Salamanca. No había cobertura para los móviles y
socializábamos con los vecinos en la cola del único teléfono público. Nos
preguntaron de quién éramos nosotros.
– Venimos de
Barcelona – aclaramos.
– Nosotros de
Bilbao, pero lo que pregunto es de quién sois, de qué familia.
Porque el pueblo
vivía disperso por la geografía del trabajo española, y volvía a “casa” a
celebrar las fiestas y comer el hornazo en familia. Cada cual tenía fijo en la
mente el organigrama: quién era de qué casa. Eso es el pueblo, a diferencia de
la ciudad. En la Edad Media se acuñó la expresión de que el aire de la ciudad
hacía libres a las personas. Sin una potente transformación de la vida rural y
de un modo caduco de entenderla, no habrá psicología capaz de remediar la
podredumbre causada por el aire viciado y la falta de ventilación social.
Hablé hace pocos
días con una mujer joven, a la que conocí de niña en su pueblo natal andaluz, y
que ahora vive y trabaja en Barcelona. En el entre tanto ha recorrido algunos
países de Europa y África, en busca de expectativas vitales y de experiencias
profesionales. No lleva una vida fácil, pero en su particular concepción del mundo campean dos tabúes
mantenidos a rajatabla: uno, no depender jamás de un hombre; dos, no volver nunca
al pueblo bajo ninguna excusa ni pretexto. Rebajarse a cualquiera de las dos concesiones
sería considerado por ella una rendición vergonzosa.